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Experimento en el Metro


A las 7:51 de la fría mañana del 12 de enero de 2007, un hombre blanco, relativamente joven, vestido con pantalones vaqueros, una remera de manga larga y una gorra de béisbol de los Washington Nationals bajó de un automóvil de alquiler frente a la boca del metro de Washington DC, más precisamente la estación L´Enfant Plaza. Llevaba un estuche de violín.

Descendió por las escaleras mecánicas, pagó su pasaje, ingresó a las plataformas y se ubicó en uno de los andenes, detrás de un tacho de basura.

Sacó el violín de su estuche, colocó este abierto a sus pies, puso en su interior algunas monedas como "cebo", se posicionó de frente al público que pasaba apurado, afinó el instrumento y comenzó a tocar.

Ejecutó seis piezas en cuarenta y tres minutos, mientras mil noventa y siete personas transitaban frente a él, abstraídas en sus urgencias y preocupaciones.
No olvidemos que se trataba de la hora pico (ya eran casi las 8 de la mañana) de un día de invierno, laborable, en el subterráneo de la gran capital norteamericana. L´Enfant Plaza se encuentra en pleno microcentro de Washington, donde están ubicados casi todos los edificios del gobierno federal, y, como es lógico, la inmensa mayoría de los pasajeros se dirigían a sus trabajos, mayormente empleos públicos. Burócratas de nivel medio, analistas financieros, especialistas en presupuesto, consultores informáticos, todos bajaban o subían de los trenes a escasos metros del esforzado violinista.

Que, mientras su "público" desfilaba incesantemente en un vértigo de carreras hacia ninguna parte, sudaba sobre su instrumento y se afanaba en hacer oír su primera pieza.

Johann Sebastian Bach, es considerado el padre del lenguaje musical moderno. Su partita n° 2 es considerada la más difícil pieza para violín jamás compuesta.

Tocar esta partita exige dominar todos y cada uno de los aspectos de la interpretación del violín. Es una obra compuesta exclusivamente para virtuosos. Muy pocos violinistas actuales se atreven a incluirla en su repertorio.

La partita está dividida en cinco movimientos: Allemanda, Corrente, Sarabanda, Giga y Ciaccona. Esta última dura catorce minutos, un tiempo extremadamente largo y un esfuerzo agotador para cualquier violinista. Es tan especial, tan difícil, tan poderosa, tan diferente de todas las otras piezas para violín nunca compuestas, que normalmente se la ejecuta sola, sin siquiera la compañía de las otras cuatro partes de la partita.

La pieza alterna tiempos rápidos y lentos, todos escritos a diferentes ritmos y en diferentes tempos. Los especialistas aseguran que esta pieza contiene toda la sabiduría armónica, tonal y rítmica de su creador, comprimida en sus más de catorce minutos de duración.

Se comprende, entonces, el temor que los violinistas le demuestran: la pieza más difícil que existe para el violín, compuesta por el más grande compositor de la historia de la Humanidad. No es poco.

El lector lo ha adivinado: el joven violinista del subte de Washington abrió su pequeño recital, precisamente, con una perfecta ejecución de la ciaccona de la partita n° 2 en Re menor. Si alguno de los pasajeros del andén hubiera sabido algo de música para violín, de inmediato habría comprendido que el joven de la gorrita era un virtuoso sin discusión posible.

Pero hay otro detalle insólito en esta historia: la evolución tecnológica de los violines modernos los ha hecho diferentes de aquellos que se construían en tiempos de Bach, motivo por el cual hay pasajes de la ciaccona que no se pueden ejecutar correctamente en un violín moderno. Y acabamos de decir que la ejecución del muchacho fue perfecta. No hace falta más que sumar dos y dos para entender lo que ocurría.

Antonio Stradivari, el más grande constructor de violines de la historia. Cuando tenía 14 años comenzó a trabajar como aprendiz en el taller del notable Nicolò Amati, lo cual le permitió dominar todas las técnicas de la luthiería y los secretos constructivos de los violines que Amati vendía.El año de 1680 encontró a Stradivari ya instalado en un taller propio con una enorme fama de luthier. Algunas de las mejoras constructivas por el inventadas nos son desconocidas, pero las que hemos descubierto consisten, por ejemplo, en un radical cambio de la forma del arco. Sus violines presentan distintos espesores de la madera —calculados matemáticamente— y una fórmula secreta del barniz que genera un sonido incomparablemente superior.

Como la calidad de los instrumentos depende fundamentalmente del talento de su constructor, pero también influye en gran medida la calidad de la madera, los mejores Stradivarius (forma latina del apellido de su diseñador) son los de 1715, año en que la cosecha de madera fue de calidad excepcional. Con todo, los violines de 1685 a 1725 son de calidad soberbia, aunque no tan buenos como los del año 15.

Llegó a completar en vida —murió en 1737— al menos mil ciento un instrumentos de perfecta factura, de los cuales sólo 650 han llegado hasta nosotros. Algo que se deduce de lo recién expuesto es que los violines Stradivarius son caros.
Y lo son en verdad: el 16 de mayo de 2006 un comprador anónimo pagó 3.544.000 dólares por el "Stradivarius Martillo". El "Stradivarius Lady Tennant" costó 3.032.000 dólares, y en 2007 se vendió otro por más de 2.700.000. El "Stradivarius Salomón Ex-Lambert", construido en 1729, le salió a su propietario la friolera de 2.728.000 dólares. Y conste que no estamos hablando de Stradivarius de la mejor cosecha, 1715.
Si algún transeúnte se hubiese detenido a mirar con atención al violinista que tocaba la ciaccona de Bach en la estación de subte, hubiera podido observar que el frente de su violín estaba perfectamente intacto. Sin embargo, si hubiera alcanzado a observar el fondo, lo hubiera encontrado hecho un desastre, lleno de rayones, tantos que le hubieran dado pena.

¿Por qué un violinista tan competente dejaría a su violín en tal estado?

Porque es un violín que no se puede barnizar. Como hemos dicho, uno de los secretos constructivos de Stradivari era la fórmula secreta de la composición del barniz utilizado en la terminación de sus violines, secreto que murió con él, ya que ni siquiera sus hijos pudieron reproducir el mismo barniz exacto. Sabemos que elaboraba su compuesto a base de miel, clara de huevo y gomas arábigas africanas, pero nunca conoceremos las proporciones exactas.
Y el violinista del subte estaba ejecutando a Bach nada menos que en el "Stradivarius Gibson Ex-Huberman", construido en 1713. El "Gibson", pues, no va a ser rebarnizado jamás, porque es posiblemente uno de los diez mejores Stradivarius que existen. Es un instrumento tan perfecto que, si con una hoja de afeitar se le quita un solo milímetro de madera, un solo milímetro de cualquier parte, arruinaría para siempre su perfecto equilibrio sonoro.
Así que he aquí el cuadro completo: en el subte de la ciudad de Washington tenemos a un violinista sumamente competente, un verdadero virtuoso, tocando una pieza del mayor compositor de todos los tiempos, para más datos la más difícil pieza para violín jamás escrita, en un violín Stradivarius de excelencia, valuado en más de 3,5 millones de dólares... para un público de transeúntes.

¿De qué se trata todo esto?
El protagonista de esta extraña historia se llama Joshua Bell. Nacido en Indiana, su madre tocaba el piano como afición.
Cuando el niño tenía 4 años, ella descubrió que robaba bandas elásticas de donde pudiese, las estiraba sobre un cajón abierto y reproducía con este instrumento los sonidos que le oía tocar en el piano.
 Ver esto y decidir enviarlo a tomar clases de violín fue todo uno. Su talento era tan sorprendente que a la edad de catorce años, el director Riccardo Mutti lo hizo debutar como solista al frente de la Sinfónica de Philadelphia.
Bell es el mejor violinista del mundo y uno de los tres instrumentistas clásicos norteamericanos más importantes de todos los tiempos.

Este es el hombre que en la fría mañana de invierno de 2007 tocaba a Bach en el subterráneo de Washington, con la cabeza cubierta por su gorrita de béisbol.

Es por el Stradivarius que Bell fue hasta la boca del subte en taxi y no caminando. A pesar de que vive a sólo tres cuadras de L´Enfant Plaza, nadie camina trescientos metros por una gran ciudad con un Stradivarius por el cual pagó 3,5 millones de dólares.

El concierto en el subte fue un experimento sociológico-cultural ideado por el periodista del Washington Post Gene Weingarten, quien, dicho sea de paso, ganó un Premio Pulitzer por el artículo resultante de este experimento.

La idea era determinar si somos capaces de apreciar la belleza cuando estamos apurados o concentrados en nuestras preocupaciones.
Weintgarten entusiasmó a Bell con la cuestión, y consiguió convencerlo de ofrecer un concierto de 43 minutos en el subte en las condiciones que hemos relatado.

¿Qué ocurriría? Esta es la pregunta fundamental que se hizo Weingarten. "¿Qué haría usted si viera en el subte al mejor violinista del mundo tocando en el mejor violín del mundo la pieza más difícil jamás compuesta? ¿Se detendría a escuchar? ¿Le daría un dólar sólo por ser amable? ¿Seguiría de largo disgustado por esta intromisión a su tiempo y su bolsillo? ¿Tomaría una decisión distinta si el violinista fuera malo? ¿Y si fuera bueno? ¿Tiene usted tiempo para apreciar la belleza verdadera? ¿Cuál sería su matemática moral en ese momento?".

Todas estas preguntas quedarían respondidas cuando Joshua ofreciera su pequeño recital a los pasajeros de la estación L´Enfant.

Dice Weingarten: "No tocaría música popular, porque resultaría familiar para la gente, y esa familiaridad en sí misma concita interés. La prueba no era así. Serían obras maestras que han sobrevivido a los siglos sólo gracias a su brillantez, música que ha sido ejecutada en grandes teatros, conciertos y catedrales.
La acústica de la estación se demostró sorprendentemente amable. El violín es un instrumento muy similar a la voz humana, y en verdad, en las manos maestras de Joshua, gemía, reía y cantaba extático, penoso, molesto, adorador, amoroso, agresivo, juguetón, romántico, alegre, triunfal, suntuoso".

Cuando el periodista le explicó al violinista lo que pretendía de él en el experimento, el joven maestro dijo, sencillamente: "Suena divertido".

Bell impuso solamente dos condiciones para participar en la experiencia. La primera, como se ha dicho, fue que se le permitiera llevar el "Stradivarius Gibson" en taxi y no a pie como se le había dicho.
El periodista le describió la experiencia como "un ensayo acerca de si la gente es capaz de reconocer el genio", y la segunda condición de Bell fue que no se utilizara la palabra "genio" en el artículo. "No me siento cómodo si me llamas así. Genios fueron los compositores cuyas obras interpreto. Mis dotes son sólo interpretativas, y por lo tanto, yo no soy un genio".

El cambio terminológico fue aceptado, y, a lo largo del artículo que ganó el Pulitzer para Weingarten, la palabra "genio" fue reemplazada por "belleza".
¿Serían los pasajeros del subte capaces de descubrir la belleza?

Durante la preparación del experimento, Weingarten (periodista del Washington Post) y los suyos intentaron prever lo que ocurriría. Casi todos estuvieron de acuerdo en que seguramente tendrían que enfrentar un problema de control de multitudes: en una ciudad altamente culturizada como Washington D.C., era prácticamente imposible que nadie reconociera a Joshua Bell. Varios lo harían, razonaron nerviosamente los periodistas. ¿Y entonces qué? Al comenzar a reunirse la gente, otros se pararían también para ver qué era lo interesante.

Comenzaría a correrse la voz de que el mejor violinista del mundo estaba tocando gratis en ese andén. Se formaría una gigantesca multitud. Vendrían los periodistas. Se encenderían las cámaras. Los fotógrafos acribillarían a Bell con sus flashes. Weingarten dice: "La gente correría hacia él en masa. El tráfico de la mañana invertiría su flujo, los ánimos comenzarían a caldearse. Tendríamos que llamar a la Guardia Nacional, y ellos vendrían a arrojar sus gases lacrimógenos y atacarían a la gente con balas de goma". Era una perspectiva aterradora.

Antes de realizar el experimento, Weingarten consultó al Maestro Leonard Slatkin, director musical de la Orquesta Sinfónica Nacional, preguntándole qué pensaba que ocurriría. "Supongamos que no lo reconocerán, que lo tomarán simplemente como un músico callejero más", respondió Slatkin. "Aún así, no creo que, siendo un violinista tan bueno, pueda pasar inadvertido.

Es cierto que en Europa harían más caso de él... Pero, de más de mil personas, yo creo que treinta y cinco o cuarenta reconocerán su calidad por lo que vale, y setenta y cinco ó cien se detendrán y se quedarán a escucharlo". ¿O sea que usted piensa que se reunirá una multitud?, preguntó el periodista. "Por supuesto", fue la respuesta. "¿Y cuánto cree usted que recaudará?". El director estimó que unos 150 dólares. "Muchas gracias, Maestro.

¿Sabe? No es un caso hipotético. Hicimos el experimento realmente, y nada de lo que usted dice sucedió". "¿Quién era el violinista?".
"Joshua Bell".
"¡Nooooooo...!".

Nadie le hizo caso. Nadie prestó atención al músico que, tres días antes, había llenado el Symphony Hall de Boston, cuyas últimas butacas habían costado cien dólares cada una; el violinista al que, dos semanas más tarde, cientos de personas escucharían religiosamente de pie en el Music Center de Strathmore porque simplemente no había espacio suficiente para sentarse. Para los pasajeros del subte, ese día el Maestro Bell era simplemente otro músico mendicante callejero más.

Explica Wingarten. "De las 1097 personas que pasaron frente a Joshua en esos cuarenta y tres minutos, sólo 27 le dieron dinero, la mayor parte sin siquiera detenerse. 7 de ellos se detuvieron a escuchar por al menos 60 segundos.
No, Maestro Slatkin. Nunca hubo multitud alguna, ni por 1 solo segundo”.
Luego de esta penosa descripción el periodista reabre un debate que ha durado desde los tiempos de Platón:
¿Qué es en realidad la belleza?
¿Una cantidad mensurable como quería Leibniz?
¿Una mera opinión como decía Hume?
¿Un poco de cada cosa, teñida por el estado mental del observador como opinaba Kant?

Weingarten comulga con este último (dice que es el que tiene razón), mientras Joshua Bell intenta explicarse a sí mismo qué demonios sucedió en el subte aquella mañana que nunca olvidará. "Al principio", dice, "me concentraba sólo en tocar". Esto es normal, dado lo exigente que es la ciaccona. "En realidad no estaba mirando lo que pasaba a mi alrededor. Cuando uno toca el violín, es un relator, está contando una historia". Pasadas las partes más difíciles de la pieza, y ya algo más relajado, el videotape muestra a Bell cometiendo uno de los peores errores de su vida: arriesga una mirada a su alrededor.


"Fue un sentimiento extraño. Esa gente estaba...". Le cuesta decir la palabra. "Estaba... ignorándome". Ahora sonríe. "Ignorándome a mí, que en el teatro me enojo si alguien tose o si suena un celular. Pero acá, mis expectativas desaparecieron enseguida. Pronto empecé a agradecer cualquier pequeña muestra de reconocimiento, incluso una ligera mirada. Me sentía salvajemente agradecido cuando alguien ponía en el estuche un dólar en vez de moneditas". Weingarten agrega: "Quien dice esto es un hombre que vende su talento por más de 1.000 dólares el minuto".

Pero Bell ya está embalado y continúa: "Yo estaba nervioso. No era exactamente miedo escénico, pero tenía mariposas en el estómago. Era estresante".
Entonces Weingarten le pregunta por qué un hombre a quien han aclamado todos los públicos, que ha tocado frente a reyes y emperadores, tiene miedo de tocar para los pasajeros del subte.
"Es que el que compra una entrada cara para verte, ya te ha convalidado de antemano. Nunca tengo el sentimiento de que debo ganar su aceptación. Pero en este caso tenía un pensamiento permanente: ¿Qué pasaría si yo no les gustaba? ¿Qué si les molestaba mi presencia?".

No sólo al Maestro Slatkin consultó Weingarten. También fue a visitar a Mark Leithauser, Curador en Jefe de la Galería Nacional de Arte. Es un hombre que ha tenido en sus manos más obras maestras que cualquier rey de la historia, que cualquier Papa, incluso que cualquier miembro de la familia Médici.
Y explica al autor del artículo lo que él cree que sucedió esa mañana en el metro de Washington: "Digamos que tomo una de las obras maestras más abstractas de este museo, por ejemplo un Ellsworth Kelly. Le quito el marco, bajo los cincuenta y dos escalones de la escalinata, paso las columnas gigantes y me voy a un restaurante. Es un cuadro de cinco millones de dólares. El restaurante es uno de esos que tienen a la venta piezas de arte originales, pintadas por los alumnos avanzados de la Escuela de Arte. Bueno, yo voy y cuelgo el Kelly entre las demás obras y le pongo una etiqueta que dice que vale 150 dólares.

Nadie se va a dar cuenta de nada. Tal vez un especialista en arte lo mire y diga: 'Eh, eso se parece un poco a un Kelly. Pasame la sal'. Y eso será todo". Es que eso es lo que fue la interpretación del subte. Un cuadro que es una obra maestra, sin marco, colocado en la pared de un bar en lugar de en un museo. Lo que Leithauser pretende explicar con su excelente ejemplo es que, si hablamos del reconocimiento del arte por el observador, el contexto es un factor crítico. Joshua Bell no era Joshua Bell tocando la pieza más complicada de Bach en un Stradivarius: Joshua Bell era un mendigo pidiéndole dinero a gente ocupada.

Es por esto que Weigarten cree que Kant tenía razón: el filósofo alemán asegura que, para que un ser humano reconozca la belleza, las condiciones de observación deben ser óptimas.


El profesor Paul Guyer, especialista en filosofía kantiana de la Universidad de Pennsylvania, dice: "Ir en camino al trabajo en subte, temprano por la mañana, preocupado por el informe que debo entregar a mi jefe, concentrado en que los zapatos no me andan bien y me hacen doler los pies, ciertamente no son las condiciones ideales para apreciar un gran hecho artístico".

Pero hay algo más: Kant dice claramente que sólo pueden juzgar bien la belleza aquellos que son capaces de hacer juicios morales acertados. Y convengamos en que esto último es algo que no se le da demasiado bien a la mayoría de los seres humanos.

Al mirar el video de lo ocurrido, Weingarten no puede creer lo que ve. Hay algo que lo confunde. "Entiende perfectamente por qué no atrajo multitudes", dice el periodista. "Por lo visto no es posible en medio de la vorágine del subte, a las 8 de la mañana de un día laborable".

Joshua lo mira y dice: "Me sorprende la cantidad de gente que no me presta atención en absoluto, como si yo fuese invisible. Porque: ¿sabes qué? Mírame ahí: ¡estoy haciendo un montón de ruido!".
Y es verdad. El violín de Joshua generó una verdadera pelota de sonido, audible en todas partes de la estación. Es tan fuerte que los que hablan por celular tienen prácticamente que gritar al pasar a su lado.
Su manejo del arco es tan complejo e intrincado que en muchas oportunidades parece en verdad un dúo de violines. Que la gente ni lo mire es un fenómeno absolutamente sorprendente.

Joshua piensa que la falta de atención es deliberada, para no sentirse culpables por no darle dinero. Puede ser, pero ninguno de los transeúntes lo reconoció al hablar al día siguiente con los periodistas del Post. Sólo dijeron que estaban apurados, preocupados o ambas cosas.

Hace dos años en el mismo lugar en el que se tocó el violinista, murió un hombre, un indigente. Simplemente se cayó y se murió. Vino la policía, vino la ambulancia, pero nadie, ni un solo pasajero se paró a mirar, ni siquiera aflojaron el paso.
La gente va por la escalera mecánica, vista al frente, pensando en sus propios asuntos, estresados. 
 


Si el mismo Kant y el especialista en Kant no pueden extrapolar ninguna conclusión, es muy difícil que nosotros lo logremos, pero igualmente imposible es no preguntarse qué significa todo eso. La necesidad del contexto y las condiciones ideales son, por supuesto, condiciones indispensables para apreciar la belleza. Pero ¿por qué?
¿Por qué nuestro cerebro no detecta la estética cuando la halla en un contexto diferente? ¿Por qué tendemos a pensar que algo es bajo, vil, malo o que no vale la pena si no está en una sala de conciertos o encerrado en un museo? ¿Por qué el Duque de Weimar estaba convencido de que el propio Bach era un imbécil? ¿Porque lo tenía a su lado y lo veía todos los días? ¿Por qué el Duque de Florencia pensaba que Leonardo Da Vinci no era más que un hombre afeminado que solamente servía para diseñar represas y fortificaciones?

La situación es triste, y el pronóstico no es bueno para la Humanidad. Si Kant tenía razón, y sólo puede hacer un juicio estético el que es capaz de hacer un juicio ético, las perspectivas para nuestra especie son terribles.

No existe ningún patrón étnico, demográfico, cultural, social ni de ninguna otra especie que se pueda extrapolar de la conducta de la gente que pasó frente a Joshua esa mañana.


Sólo podemos dividirlos en tres grupos: los que se detuvieron a escucharlo, los que le dieron dinero y, finalmente, la inmensa mayoría, que lo ignoró olímpicamente. Blancos, negros, hispanos y amarillos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, todos ellos están igualmente representados en las tres muestras.

Sólo hay un patrón demográfico discernible: cada vez que pasó un niño, quiso detenerse y escuchar. Y cada vez que lo hizo, su padre o su madre lo arrastraron lejos de Joshua. El video lo demuestra sin asomo de duda. No falló ni una vez.

¿Será que los niños detectan la belleza con más facilidad que los adultos? Si alguien lo sabe, no lo dice. "El poeta Billy Collins", dice Weingarten, "observó una vez que todos los bebés vienen al mundo con conocimientos de poesía y.luego, la vida lentamente estrangula la poesía que tenemos en el interior. Y eso debe ser cierto para la música, también".

Gene Weingarten cierra su extraordinario artículo con algunas reflexiones.

"Digamos que Kant tiene razón. Aceptemos que no podemos observar lo que pasó en el subte y hacer los juicios que sean acerca de la sofisticación de la gente ni su capacidad para aceptar la belleza. Pero ¿qué hay de su capacidad para apreciar la vida? Somos tipos ocupados. Los estadounidenses hemos estado ocupados, en cuanto comunidad nacional, al menos desde 1831, cuando un joven sociólogo francés llamado Alexis de Tocqueville nos vino a visitar y se sintió impresionado, perplejo y ligeramente consternado por el grado al que la gente era orientada a trabajar duramente y a acumular bienes, con total exclusión de toda otra preocupación.

Nada ha cambiado. El escritor inglés John Lane publicó en 2003 un libro en donde discute la pérdida de la capacidad de apreciar la belleza en nuestro mundo moderno. Y el experimento de la estación de subte puede ser un síntoma de que está en lo cierto.
No porque la gente haya perdido la capacidad de comprender la belleza, sino porque la considera irrelevante. Lane dice que eso es tener las prioridades en el orden erróneo. Si no tenemos tiempo para quedarnos un momento escuchando al mejor músico del planeta tocar la mejor música jamás escrita; si las urgencias de nuestra vida diaria aplastan nuestro ser de tal modo que nos vuelven ciegos y sordos a algo como eso... Entonces, ¿quién sabe qué otras cosas nos estaremos perdiendo? .

El poeta galés W.H. Davies quería expresar esto mismo cuando escribió:

¿Qué es esta vida, llena de preocupaciones,
que nos quita el tiempo de pararnos y ver?

Esos dos versos lo hicieron famoso. El concepto es simple, incluso primitivo si se quiere, pero nadie antes que él lo había puesto de esa forma.


Por supuesto, Davies tenía una ventaja, una ventaja de percepción. No era un comerciante, ni un obrero, ni un burócrata, ni un consultor, ni un analista político, ni un abogado laboralista ni un gerente de sistemas.
Era un … vagabundo".

FIN

Pearls before breakfast, artículo original de Gene Weingarten
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VIDEO – RESUMEN DE 2MINUTOS DEL EXPERIMENTO:

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