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Lo que duele no es la pérdida, es la certeza de quedarse solo ...

Pérdida
El polvo y la ceniza de una estrella muerta hace millones de años es aquello que conforma parte de la sangre que recorre nuestro cuerpo. El hierro, el calcio o el zinc que nos compone, son restos de una luz que hace tiempo murió, pero cuya presencia sigue resonando en todos nosotros, aunque nadie la recuerde.
La escritora María Virginia Jaua explica en su libro Idea de la ceniza (Periférica) este curioso —y poético— hecho científico, para dar cuenta de una idea muy sencilla pero inquietante, y es que para que exista la vida, tiene que existir la muerte, como un ciclo eterno que late, aunque esté hecho sólo de polvo.
Esta idea, que es una obsesión y una constante en la literatura —vivimos para morir, morimos para vivir, escribía por ejemplo el poeta japonés Nishiwaki Junzaburo— le sirve a María Virginia Jaua para ilustrar algunos de los capítulos más intensos de su ensayo novelado, centrados en cómo los humanos asumimos el duelo.
"El duelo es ese episodio de egoísmo que nos hace humanos"
Para Jaua, definir o describir qué es lo que ocurre en nuestras vidas después de la muerte de un ser querido es prácticamente imposible. El duelo, dice, es algo que no puede definirse, porque para cada uno implica cosas absolutamente distintas.
Despedirse es un acto íntimo.
Sentir dolor es algo que no puede explicarse salvo desde lo más profundo.
Y estar de duelo es, en cierto modo, un episodio de egoísmo, en el que el sujeto vivo rememora al sujeto muerto para autolesionarse, para saberse definitivamente vivo, para preguntarse a sí mismo sobre sus miedos, para negar la desaparición, dotándola de aquellos recuerdos que aún permanecen.
O como se pregunta Jaua: ¿Eso es el duelo? ¿Llevar un poco de vida a la muerte, acompañarla en ese viaje?
Ya no hay vuelta atrás
Según la autora de Idea de la ceniza, el duelo es algo ambiguo e irregular. Incluso señala que a veces se pude volver adictivo, porque en su sufrimiento no hay regla alguna y todo es tan caótico como unipersonal.
En el célebre cuaderno Diario de duelo (Paidós) de Roland Barthes, el pensador francés se pregunta sobre todas estas cosas cuando trata de volcar sus pensamientos y sentimientos a propósito de la muerte de su madre.
Cada una de sus reflexiones y aforismos parecen exaltados.
"Soledad = no tener nadie en casa a quien poder decir: regreso a tal hora o a quien poder hablar por teléfono para decir: ya regresé"
Son como preguntas temblorosas que él mismo se hace, sin filtro alguno, para tratar de entender ese vacío inexplicable, esa separación tajante entre la vida y la muerte, esa certeza absurda de que lo que duele no es sólo la desaparición del otro, sino saber que uno mismo se ha quedado solo, y que ya no hay vuelta atrás.
Soledad = no tener nadie en casa a quien poder decir: regreso a tal hora o a quien poder hablar por teléfono para decir: ya regresé.
Se ha escrito mucho sobre el duelo, sobre si este es una herida incurable, sobre si el paso del tiempo lo hace más llevadero, o incluso sobre si su proceso es necesario para formar nuestra actitud, nuestra fortaleza, nuestra manera de ser.
Ya lo escribieron las estrellas extintas hace millones de años: la muerte necesita a la vida para ser muerte; la vida necesita sus duelos, para seguir siendo vida.
Llevar un poco de vida a la muerte
En un poema de Juan Eduardo Cirlot perteneciente al ya descatalogado El libro de Cartago (Igitur) se puede leer un verso consternador : he mirado largamente el resplandor de tu ausencia que me ha parecido más dulce, más poderosa que todas las presencias.
Cirlot escribe aquí sobre la desaparición, sobre las cenizas y sobre la memoria.
El autor utiliza Cartago —aquella estratégica ciudad fenicia destrozada y quemada por Roma— como metáfora lo que significa la desaparición más absoluta, esa tierra de la que ya no puede nacer nada, ni tan solo la belleza.
Lo que demuestran estos poemas es que la memoria puede mantener vivas cosas que se creían desaparecidas. Ahí es donde vuelve a resonar la voz de María Virginia Jaua: ¿Eso es el duelo? ¿Llevar un poco de vida a la muerte?
Personalmente, leer a Cirlot es como un pellizco en mi propio proceso del duelo. Leer ese libro tan significativo también es leer el que fue el libro favorito de mi madre, muerta ya hace casi tres años por un cáncer.
"Nos acurrucamos en los detalles, en las pequeñas pistas, en la memoria que late"
Entre ella y aquel libro encuentro millones de pasadizos, millones de maneras de hacer que su presencia —esa dulce y poderosa ausencia— vuelva a latir en cierto modo, y me acompañe a mí en mi viaje de vida, siendo yo su acompañante en ese viaje de muerte que comenzó pocos años atrás.
Leyendo a Juan Eduardo Cirlot, y a María Virginia Jaua y a Roland Barthes, y a otros tantos, me doy cuenta de que este dolor diario, este pellizco diario que es su memoria, es algo que me ayuda a ser quien soy, a regocijarme en mi propio lamento, a bañarme en esa herida interminable e incomprensible.
¿Cuánto dura el duelo?
¿Cuáles son esas pequeñas cosas que nos hacen detener nuestro día a día y recordar entre lágrimas o palpitaciones?
¿Por qué la muerte no se marcha de nuestro lado?
¿Nos duele o nos anima saber que recordamos?
¿Todas estas preguntas, se desvanecerán algún día?
Pero lo cierto es que no se desvanecen, sino que cambian, mutan, se multiplican o se dividen, aunque están ahí.
Es por eso por lo que para hablar de duelos y despedidas pensé que lo mejor no era seguir narrando los míos propios, sino disparar mis dudas hacia los demás, para que ellos me contaran. Estas fueron, leyendo sus emotivas cartas, algunas de las voces que me encontré:
“Mi abuelo murió hace cinco años y sigo esperando cada noche a que me llame como hacía y me diga ‘cómo está mi mariquilla’ y ‘hasta mañana si dios quiere’"
(María)
“Yo me imagino mi cielo particular encontrándonos en la orilla de la playa de San Lorenzo, con la marea baja, cuando la playa es muy ancha y hay mucha arena mojada. Es un sitio donde iba mucho de niño. Y les veo de muchas formas”
(Pedro Pablo)
“Mi prima murió hace ya unos años, cuando ella tenía 15. Fue por muerte súbita, en su cama. Ningún coche o camión o autobús o moto o persona se la llevó por delante. Ninguna enfermedad la tumbó. Se atragantó durmiendo y murió. Ese mismo año meses más tarde murió mi abuelito, muchas pensamos que de pena. Nunca he visto un dolor como ese, ni lo he sentido igual, de hecho lloro mientras te escribo porque es un dolor que nunca olvido”
(Silvia)
“Comencé a verle en sueños, me señalaba, me buscaba, se dirigía a mí con luces de neón y decía ' estoy aquí , estoy aquí...' Yo lloraba a escondidas en la ducha. Cuando se repartieron los bienes me quede con la camisa rosa y blanca a rayas que llevaba al campo. Es un dolor que nunca se va. Creo que mi duelo no ha podido completarse”
(Inés)
“Actualmente estoy pasando el duelo por mi perro. Hay gente que no puede entenderlo pero, después de 14 años juntos su pérdida es tan dolorosa para mí como la de cualquier miembro de mi familia. Con él he vivido muchas cosas. Entre ellas, el nacimiento de mi hija. Cuando llegué a casa con ella viví uno de los momento más felices de mi vida gracias a él. Su ternura, su delicadeza al tocarla”
(María Dolores)
“El silencio en la casa donde vivía con ella era devastador empecé a notar su ausencia cuando el polvo en las gradas empezaba a acumularse, empezó a ser la muerte un vacío en mi casa. Buscaba la forma de aceptar su muerte, me sentaba en una silla o en un sofá cuando volvía por las noches a mi habitación y hablaba a solas imaginado que todo lo que yo decía, ella, podía escucharlo”
(Misael)
“Hay olores, colores y situaciones que relaciono con él y siempre será así. Se me hace rarísimo, por ejemplo, comer granadas o melón sin él: él siempre me cortaba el melón para que no me cortase la mano y me desgranaba las granadas para que no me manchase. Me protegió hasta en lo más insignificante... habría sido imposible que no me sintiese en deuda con él. La muerte de un ser querido no se supera, solo nos acostumbramos a su ausencia”
(Virginia)
“Me gustaría creer que en vida tendemos a la placidez (paz), algo parecido a la tranquilidad o al bienestar… Deberíamos enfocar la ausencia en esa dirección. Lo muerto, nutre lo vivo y viceversa. Para mí, es fundamental, también, el agradecimiento”
(Òscar)
“Solo vengo a decirte que lo que me horroriza y me consuela de la vida es exactamente lo mismo: que sigue. Y que no hay una puta canción con la que haya palmado súbitamente por amor que no se haya quedado en nada ahora que las escucho pensando en mis padres”
(Juana)
Gracias.


Fuente: Playgroundmag
Autor: Miguel Luna
Imágenes de Geir Moseid

Verdad vs realidad

Cualquier semejanza de con las politicas adoptadas por algun pais latinoamericano austral respecto a la historia con esta frase ...es pura coincidencia

Un mensaje para el futuro y los 10 mandamientos de la logica


Fragmento de entrevista al filosofo, matemático y escritor Bertrand Arthur William Russell, en el programa Face to Face, entrevistado por John Freeman.


Fue uno de los filósofos más influyentes del siglo XX. Luchó a lo largo de toda su vida en contra de las supersticiones milenarias, pero no enfrentándose directamente a ellas, sino divulgando la razón a través de sus libros, sus ponencias y en cualquier oportunidad que se encontrara por el camino.
El 16 de diciembre de 1951, aprovechó una colaboración para la New York Times Magazine para divulgar una vez más la razón, mediante un artículo titulado The best answer to fanaticism: Liberalism. Al final de este artículo, Russell exponía un decálogo que, según él, todo profesor debería desear enseñar a sus alumnos.
Posiblemente el decálogo -al que Russell se refirió como mandamientos- no sea una enseñanza completa en sí, pero enseña los pasos necesarios que toda persona ha de intentar dar para encontrarse con la razón y alejarse de todo tipo de supersticiones y creencias sin fundamento alguno.
1. No estés absolutamente seguro de nada.
2. No creas conveniente actuar ocultando pruebas, pues las pruebas terminan por salir a la luz.
3. Nunca intentes oponerte al raciocino, pues seguramente lo conseguirás.
4. Cuando encuentres oposición, aunque provenga de tu esposo o de tus hijos, trata de superarla por medio de la razón y no de la autoridad, pues una victoria que dependa de la autoridad es irreal e ilusoria.
5. No respetes la autoridad de los demás, pues siempre se encuentran autoridades enfrentadas.
6. No utilices la fuerza para suprimir las ideas que crees perniciosas, pues si lo haces, ellas te suprimirán a ti.
7. No temas ser extravagante en tus ideas, pues todas la ideas ahora aceptadas fueron en su día extravagantes.
8. Disfruta más con la discrepancia inteligente que con la conformidad pasiva, pues si valoras la inteligencia como debieras, aquélla significa un acuerdo más profundo que ésta.
9. Muéstrate escrupuloso en la verdad, aunque la verdad sea incómoda, pues más incómoda es cuando tratas de ocultarla.
10. No sientas envidia de la felicidad de los que viven en el paraíso de los necios, pues sólo un necio pensará que eso es la felicidad.
Estos diez mandamientos, difícilmente resumibles, nos enseñan a ser escépticos, pero sin cerrarnos a posibles evidencias que desconozcamos; A respetar al resto y permitir que todos expongan su opinión, sin que nadie la intente imponer a la fuerza mediante el miedo o la opresión; A seguir adelante con nuestras opiniones, por muy excéntricas que sean; A ser franco y no ocultar la realidad, aunque esta vaya en contra de nuestro propio beneficio.
Ni la fuerza, ni la autoridad, ni la mentira tienen valor alguno en un mundo donde únicamente ha de triunfar la razón, por encima de todo.
Hace no demasiadas décadas la tendencia dentro del mundo científico era la de especializarse en múltiples ramas de la ciencia. Así, encontrábamos botánicos con formación en medicina, que hacían su trabajo de campo en antropología y que se doctoraban en física, para alcanzar el éxito con una obra cumbre en entomología. Casos como estos había muchos, pero pocos científicos lograban el éxito en todas las disciplinas en las que se desempeñaban.
Bertrand Russell fue un paradigma en ello. Tanto en filosofía y crítica social como en matemáticas, el trabajo de Russell marcó un antes y un después en estas disciplinas.
Nació el 18 de mayo de 1872 en Gales y falleció en ese mismo lugar el 2 de febrero de 1970 a la edad de 97 años. Comenzó sus estudios en el Trinity College de Cambridge, y trabajó en instituciones como la London School of Economics y la Universidad de Cambridge.
Mas alla de su trabajo académico Russel fue un importante activista social y político. Entre algunas de sus acciones destacadas encontramos la oposición al uso de las armas nucleares y la tendencia de izquierda (inicialmente comunista y luego socialista) de su accionar.
Sus consejos a los jóvenes sobre cómo evitar ir al frente y su activismo antibélico durante la primera guerra mundial a Russell se le retiró el pasaporte, fue embargado, despedido del Trinity College –quizá lo que más le dolió– y enviado a prisión. “Mucha gente prefiere morir antes que pensar; de hecho, lo hace”, llegó a decir. Tampoco sería la última vez que visitaría la cárcel.
A lo largo de sus noventa y siete años de vida, Russel –que de pequeño estuvo sentado en el regazo de la reina Victoria y llegó a ver a los astronautas del ApoloXI en la Luna–, fue ante todo un hombre apasionado. Catalogado de héroe casi con la misma frecuencia que de inmoral o tonto, cierto grado de inocencia lo hacía, a veces, ponerse en la línea de fuego de individuos de talentos infinitamente menores que el de él. Pero ni sus detractores podrían negar la lealtad que hacia sus convicciones mostró a lo largo de su existencia.
Quedó huérfano a temprana edad; su madre y su hermana murieron de difteria, y su padre, al no poder soportar esa tristeza. Bertrand y su hermano mayor Frank fueron llevados a vivir a Pembroke Lodge, la residencia donde, por favor real, vivían sus abuelos. Lord John Russell había sido primer ministro y murió poco después, quedando la crianza de los niños a cargo de Lady Russell. Aunque conservadora en lo religioso, la condesa tenía una mente abierta en cuestiones tales como el darwinismo o los derechos de los irlandeses.
Educado en casa por tutores, Bertrand tuvo una infancia solitaria. Los jardines y la biblioteca eran sus lugares predilectos; allí leyó las obras de su padrino John Stuart Mill y descubrió a su adorado poeta romántico Percy B. Shelley. Fue Frank quien los indujo a la geometría. Aprender sin esfuerzo lo que su hermano le enseñaba, le dio confianza y terminó determinando su futuro: “A partir de este momento hasta que con Whitehead terminé Principia Mathematica, ya con 38 años, las matemáticas fueron mi principal interés y mi principal fuente de felicidad.”
Excepcional en más de un sentido, Russell fue, desde 1897 hasta 1913, un notable matemático y lógico conocido por su refinamiento al cálculo de predicados introducido por Gottlob Frege (base de la lógica contemporánea). Como filósofo, su obra canónica se centra en el período 1905-1921 y se le considera, junto con G. E. Moore, fundador de la filosofía analítica; pero su fama –y sus premios, incluido el Nobel– los obtuvo por sus escritos sobre diversos temas (el matrimonio, la libertad sexual, los derechos de las mujeres, la religión), abordados desde un punto de vista fuertemente humanista, inteligentes y llenos de humor, a veces con disquisiciones de gran desparpajo. 
En su libro más controvertido, Matrimonio y moral (1929), se expresa sin tapujos a favor de la libertad sexual. “Temer al amor es temer a la vida, y los que temen a la vida ya están medio muertos”, decía. Allí, cuestiona las nociones morales sobre sexo y se manifiesta partidario del divorcio siempre y cuando el matrimonio no tenga hijos. En tal caso, su opinión era que los padres deberían permanecer casados y ser tolerantes hacia la infidelidad. Esa posición era un reflejo de su vida en ese momento: su esposa Dora había quedado embarazada de un amante, el periodista americano Griffin Barry. En La conquista de la felicidad(1930), obra enmarcada en la larga tradición del estoicismo, que hoy seguramente podría ser colocada en los estantes de autoayuda, escribió: “Carecer de algunas de las cosas que uno desea es condición indispensable de la felicidad.” Allí también afirma: “Cuantas más cosas interesen a alguien, más oportunidades de ser feliz tendrá.” 
En Por qué no soy cristiano (1927) y Religión y ciencia (1935), Russell trata el tema de la religión y fundamenta su agnosticismo filosófico.
Hablando de la gula llegó a decir: “Es un cierto pecado vago, pues es difícil decir dónde el interés legítimo por el alimento cesa y se empieza a incurrir en culpa. ¿Es malo comer algo nutritivo? En ese caso, caeríamos en el riesgo de condenarnos cada vez que comemos una almendra salada.”
En cierta ocasión, interrogado acerca de por qué nunca había escrito nada sobre estética, contestó que no sabía nada del tema, para enseguida agregar: “Pero no es una buena excusa, porque mis amigos dicen que eso no me ha disuadido de escribir sobre otros temas.” Dispuesto siempre a pensar, nunca a repetir lo que decían otros, agradecía profundamente cuando alguien le hacía ver sus errores. Para él como filósofo de mentalidad científica, la obstinación no era una virtud: Yo no quiero que las personas crean dogmáticamente en ninguna filosofía, ni siquiera en la mía.”
Russell contrajo matrimonio cuatro veces y tuvo tres hijos. Su primer amor fue la hermosa Alys Pearsall Smith (se casaron en 1894), mujer de profundas convicciones e intrépida activista a favor de varias causas. Tras una larga etapa de separación en la cual tuvo varias amantes, entre ellas Lady Ottoline Morell y Constance Malleson (nombre real de la actriz Colette O’Neil), se casó en 1921 con Dora Black. Se separaron en 1932. Cuatro años después se casó con Patricia Spence. Tras esa compleja vida emocional, ya octogenario, pudo encontrar con Edith Finch la armonía conyugal que buscó durante toda su vida.
Tras la muerte de su hermano en 1931, Bertrand se convirtió en conde, título que según confesó le “resultó muy útil para hacer reservas de hotel”. Entre sus amigos se destacaron H. G. Wells, Joseph Conrad, E. M. Forster, T. S. Eliot y George Bernard Shaw. Con D. H. Lawrence la relación fue intensa pero efímera. Al principio Russell lo encontró fascinante pero después decidió apartarse de sus ideas antidemocráticas. Durante la primera guerra, las cartas de Lawrence fueron haciéndose cada vez más hostiles: “¿De qué sirve vivir como vive usted? No considero buenas a sus clases. ¿Lo son? ¿Es bueno quedarse en la maldita nave arengando a los peregrinos? ¿Por qué no se tira por la borda? Uno debe ser un proscrito hoy día, no un profesor o un predicador.” Russell opinaba que Lawrence no deseaba un mundo mejor; sólo estaba interesado en monologar sobre lo malo que era éste.
Poco después de la primera guerra, las investigaciones de Russell se vieron interrumpidas. En 1916 había sufrido el primer revés por su actitud pacifista: fue multado y, como no pagó la suma, le remataron la biblioteca, pero sus amigos lograron rescatar los libros. Dos años después (mientras estaba preso), escribió su último trabajo significativo en matemáticas, Introducción a la filosofía matemática (un divorcio más en su compleja vida pasional); según su propio comentario, su trabajo en lógica lo había dejado agotado. Los ataques de Wittgenstein lo afectaron tanto que tampoco pudo volver a escribir de filosofía; recién volvería a ella en 1940.
Debido a la imposibilidad de ejercer la docencia en Gran Bretaña, el retiro de su pasaporte (que lo hizo perder un ofrecimiento de la Universidad de Harvard) y la cárcel, Russell comenzó a ganarse la vida a través de la publicación de una serie de libros que, si bien lo pusieron en el centro de la controversia (aun más que su pasaje por la prisión), se fueron convirtiendo en su principal fuente de ingresos y de popularidad. Con un estoicismo que sólo los ingleses pueden tener, comentaba: Puede parecer curioso que la guerra haga rejuvenecer a alguien, pero en realidad me sacó de mis prejuicios y me hizo pensar nuevamente en una serie de cuestiones fundamentales.”
Russell consideraba que “en todas las actividades es saludable, de vez en cuando, poner un signo de interrogación sobre aquellas cosas que por mucho tiempo se han dado como seguras”.
Para 1938, Russell viajó con su familia a Estados Unidos donde pudo volver al ejercicio de la docencia. Sobre sus clases en Chicago, Carnap recordaba: “Russell tenía la feliz habilidad de lograr una atmósfera en la que cada participante hacía lo posible por contribuir a la tarea común.” En 1940 protagonizaría otro escándalo: el City College de Nueva York lo contrató como profesor, pero se generó una fuerte polémica, con apasionadas protestas: se le reprochaban las libertinas opiniones sexuales que había expresado enMatrimonio y moral (la queja la inició la madre de una estudiante de otra carrera). Albert Einstein, John Dewey, Aldos Huxley y otros intelectuales lo apoyaron. Impedido nuevamente de dar clases, Russell retomó la escritura; Historia de la filosofía occidental fue su libro más vendido. Por esas fechas se manifestó a favor de la acción bélica en el entendido de que la expansión nazi debía ser frenada.
En 1944 fue restituido en su puesto en Cambridge. En 1948, con setenta y seis años de edad, sobrevivió a un accidente de aviación en Hommelvik, Noruega; cuenta la leyenda que escapó de la aeronave por sus propios medios, nadando con el sobretodo puesto. Al año siguiente, el rey Jorge VI lo condecoró con la Orden del Mérito; levemente incómodo por algunas de las actitudes de Russell a lo largo de su vida, el rey le dijo: “Usted se ha comportado de una manera poco apropiada algunas veces.” Russell solamente sonrió, para luego declarar que pensó en contestarle: “Es verdad, igual que su hermano.” El Premio Nobel de Literatura llegaría en 1950.
De ahí en más Russell sería conocido fundamentalmente por sus denuncias y por su defensa de la paz mundial. Junto a Einstein creó la primera Conferencia Pugwash que reunió a varios científicos preocupados por la escalada nuclear. Encarcelado nuevamente a los ochenta y nueve años por incitar a la desobediencia en relación a este tema, la cobertura mediática sólo sirvió para aumentar su reputación. Durante la crisis de los misiles de Cuba ofreció su mediación y, en 1966, junto a Jean Paul Sartre, organizó un Tribunal Internacional del Crímenes de Guerra –hoy conocido como el Tribunal Russell– para investigar las consecuencias de la acción militar de Estados Unidos en Vietnam.
Checoslovaquia, la situación de Aleksandr Solzhenitsyn y el destino del pueblo palestino estuvieron entre las últimas preocupaciones del hombre que alguna vez escribió: 
Tres pasiones, simples pero abrumadoramente fuertes han gobernado mi vida: el anhelo de amor, la búsqueda del conocimiento y la compasión por el sufrimiento insoportable de la humanidad. Estas pasiones, como grandes vientos, me han llevado de aquí para allá en un curso caprichoso [...] Esta ha sido mi vida. Me ha parecido digna de ser vivida y la viviría nuevamente si se me ofreciera la oportunidad.” 

Murió de gripe el 2 de febrero de 1970.
Recuerden esta frase: "Conquistar el miedo es el comienzo de la riqueza."

Fuentes: Jornada UNAM MX, Batanga, Recuerdos de Pandora