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Una vida al servicio de los que menos tienen





Margarita Barrientos

Luciana Mantero / Editorial CAPITAL INTELECTUAL
A través de un personaje magnífico como Margarita Barrientos (nacida en un paraje de Santiago del Estero, en 1961), este libro recorre a modo de crónica el universo de la pobreza y la solidaridad. Desde su lugar al frente del comedor Los Piletones, del humilde barrio del mismo nombre en Soldati, Barrientos se ha convertido en una de las mujeres más valiosas de nuestro país. Este trabajo indaga en sus orígenes y en la maravillosa obra que ha realizado en favor de los que menos tienen.
336 paginas
UN EXTRACTO DEL CAPITULO 1
VIAJE A SU INFANCIA
Todo está listo para empezar el viaje. El Toyota Corolla gris perla de Isidro Antunez fue lavado y encerado: espera, paciente, estacionado en el medio del galpón en el que pronto cenarán unas 420 personas. La salsa de tomate crepita en las ollas de la cocina contigua.
El baúl del auto está lleno de bolsos y mercaderías como aceite, harina, yerba, azúcar. En esta tarde que se escapa al templado invierno, gran parte de la familia se halla reunida para la partida.
-¡El frío que debe hacer en esta época en Santiago, mi Dios! -suelta Mónica del Valle Delgado, grandota, el pelo largo y negro, ladera fiel de Margarita. Mónica también es santiagueña.
Entonces baja ella. Con parsimonia, uno a uno, desciende los peldaños de la escalera gastada de cemento. Se ha puesto unas babuchas negras de algodón que le llegan hasta los tobillos, un remerón violeta, zapatillas y un cárdigan. Lleva atado el pelo en una cola bien tirante; parece que hubiera usado gomina. Luce muchos años más joven que otros días, esos días en que absorbe los problemas y las miserias de las mil quinientas personas que comen diariamente allí.
-¿Cómo le va señorita? -saluda con una sonrisa.
Trae a las nenas de la mano: sus nietas -Micaela, de 8 años, y Daiana, de 7- y Zoe, de 5, a quien rescató unas semanas atrás de las noches heladas, la calle y la basura, por pedido de su madre, adicta a las drogas.
Margarita entra en el auto y guarda en un hueco, cerca de la caja de cambios, un estuche azul donde atesora sus maquillajes.
-Mis hijos no me dejan salir así nomás. Isidro tampoco. Me retan. Dicen que tengo que cuidarme, estar bien -se justifica.
Otros nietos también quieren subir al auto para ir con Mami, como la llaman casi todos. Mónica los frena en seco.
Nos acomodamos. Somos sólo seis los integrantes de esta aventura hacia los orígenes de Margarita Barrientos, hacia Añatuya, hacia el monte santiagueño, hacia el medio de la nada.
El Corolla arranca.
Ya anocheció en la Panamericana e Isidro, que perdió su brazo derecho hace 25 años, maneja su auto con caja de cambios automática y "perilla al volante ", como indica su registro de conducir. Lo hizo durante mucho tiempo sin controles especiales: hacía los cambios cruzando el brazo izquierdo y soltando el volante. Por suerte, no hubo consecuencias. Pero, un buen día, decidió ponerse en regla.
-No somos de viajar mucho tampoco -aclara Margarita-. Una vez nos fuimos a Los Cocos, en Córdoba. Nos había conseguido todo María Pricewaterhouse -en verdad se llama María y trabaja en PricewaterhouseCoopers; es una colaboradora que aparece de vez en cuando para invitarla a comer, hacerle algún regalo o donar alimentos-. Los pasajes por gentileza de Julio Comparada, el presidente de Independiente, y una semana en el hotel de gastronómicos, por Luis Barrionuevo. ¡No duramos ni cuatro días! A los tres días ya nos queríamos volver. Es que nos cuesta salir, estar lejos. (...)
Margarita viaja atrás, por las nenas. Me tocó el asiento del acompañante. Estoy a cargo de mantener despierto a Isidro, de poner y sacar los CDs, de alcanzar el dinero para los peajes.
A pedido de Margarita suena una chacarera de Sixto Palavecino, como para entrar en clima, para ir llegando a Santiago.
-Yo tuve documento a los 16 años recién -recuerda-, cuando me junté con Isidro. Ahí se fijaron, y yo estaba asentada como Barrientos. Dicen que nací en otra tapera en que vivíamos antes, por la zona de El 25, cerca de Añatuya. Pero me habían llevado al hospital en sulky después, como a seis leguas (treinta kilómetros), porque mamá estaba mal. Sé que nací el 12 de octubre del año 1961. No sé la hora. Dicen que estaban los testigos, que eran Doña Edelmira Busto y Doña Cristina Sánchez, las comadronas. Dicen que ellas son las que avalan que yo nací ese día.
(.)
Frenamos el auto alrededor de 5 kilómetros antes de El 25, a unos 300 metros de lo que era la estación de tren. El cementerio de Nasaló debe abarcar 40 metros por 40 metros; es un cuadrado alambrado que apenas se ve desde la ruta. Alberga unas 50 tumbas; casi la mitad son Barrientos: Miguel, Dionisio, Ipolo, Santos, Doña Aurelia. La mayoría no tiene nombre. Cuenta Margarita que el lugar tiene "como 200 años" y que lo mantuvo su abuelo, que mandó a hacer el tejido de alambre para rodearlo.
Luce algo descuidado: en el suelo crecen algunas pocas hierbas amarillentas a su antojo, las tumbas están polvorientas y algunas despintadas, el tejido de alambre fue roído por el salitre. La cruz mayor del cementerio es de madera y está decorada con unas flores de plástico blancas y rojas.
Está elevada sobre un cubículo de ladrillos. Las tumbas, en su abrumadora mayoría de ladrillo con cruces de quebracho colorado, están dispersas por el terreno. Algunas tienen ladrillos colocados en diagonal; otros, como triángulos, o en dos hileras, o en forma de cruz.
Cinco tumbas llaman la atención por sus construcciones y diseños. Son nichos blancos, de cemento, con flores artificiales de color naranja. Todas son de familiares de Margarita. Dos guardan los restos de Irma y Armando, que murieron de niños. Su madre, Saturnina, se sentaba al pie a llorar por ellos. Ahora es Margarita la que llora recordándola, mientras Silvia pasa el cepillo casi compulsivamente, en silencio. Las otras tres son de sus abuelos Isidro y Francisca, y la de Saturnina.
Es un rectángulo de cemento blanco de 10 centímetros de espesor sobre el que se erige una pequeña ermita, también blanca, a modo de altar para colocar flores, velas y estampitas. Del techo triangular sale una cruz.
La tumba la hizo Isidro. Le puso una placa de bronce que dice: Saturnina Barrientos / Mamá/ Vivirás eternamente en el corazón de tus hijas, hijo político y nietos. Mayo de 2001
Margarita y Silvia pasan un cepillo y colocan ocho velas, la estatua de la Virgen de Luján y un jarrón marrón con flores blancas. Recuerdan en silencio.
-El otro día soñé que, de repente, como que era yo que me miraba desde arriba. Como que me iba. Y me quedaba a medio camino para encontrarme con mi abuelo, con mi mamá y con Martín -me dice Margarita.
Alrededor, merodean unas mosquitas. En el piso, yacen muertas varias decenas de langostas gigantes.
-El día que mi mamá se estaba por morir, yo entré a su pieza y la vi con la cabeza apoyada contra una ventana. Ella me miró llorando, y, entonces, salí corriendo y me choqué de frente con el maestro que venía a despedirse de ella. Seguí corriendo para el campo. Tenía 10, 11 años. Mi papá nos decía: "Qué bueno que tengan sueños. Pero la vida no es un sueño". Nos estaba preparando para que mi mamá se muriera. Y se murió un 26 de julio, cuando estábamos solos con Martín y Nilda. Hace rato no íbamos a la escuela, no me acuerdo por qué. Serían como las 10 de la mañana y nos llamó mi mamá y nos dijo que le había llegado la hora, que teníamos que ser fuertes. A Martín lo mandó a hacer una tortilla. Se pasó todo ese día hablando. Y a eso de la tardecita, casi de noche, nos mandó a buscar a Don Peralta, un vecino que tocaba el violín. Ella falleció en brazos de él. Supimos que se había muerto porque él lloró.

La autora. Luciana Mantero nació en Buenos Aires en 1977 y es periodista. En 2005 obtuvo el Premio Gota en el Mar al Periodismo Solidario..
Domingo 27 de noviembre de 2011 | Revista La Nacion

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