Señor Sinay: tengo 25 años y hace varios meses leo Diálogos del Alma. Sobre la falta de compromiso de los jóvenes, siento que soy parte de esto que nosotros decimos a menudo: "Está todo bien, disfrutá el momento". No nos sentimos listos para nada ni tampoco queremos hacerlo. Este sinsentido de la vida, ¿es por falta de seguridad de nosotros mismos o por una debilidad banal de dejarnos contaminar por lo externo? Realmente no sé dónde trazar la línea. Se me hace difícil poder comprender a mis amigos. Todo es relativo últimamente.
Ana Cecilia R. (Mendoza)
Ana Cecilia R. (Mendoza)
A mediados de los años 70, Viktor Frankl, médico, psiquiatra, filósofo y fundador de la logoterapia (corriente orientada a la búsqueda del sentido existencial) recibió una carta que cita en Ante el vacío existencial, y que supo leer en varias de sus conferencias. Un estudiante estadounidense le escribía: "Tengo 22 años, poseo un título universitario, tengo un coche de lujo, gozo de una total independencia financiera y se me ofrece más sexo y prestigio del que puedo disfrutar. Pero me pregunto qué sentido tiene todo esto". En su reflexión acerca de esa carta, Frankl insistía en que el sentido de cada vida debe descubrirse, pero no puede inventarse. Y remarcaba que si bien ningún psicoterapeuta ni psiquiatra puede decirle a nadie cuál es el sentido de su vida, "muy bien puede decirle que tiene un sentido y que, más aún, lo conserva bajo todas las condiciones y circunstancias". Se lo puede descubrir en lo que se hace o se crea, en el amor a alguien o a algo e incluso en la actitud con que se enfrentan situaciones desesperadas o dolorosas. El verdadero sentido, puntualizaba Frankl, nos espera en el mundo, en personas y tareas, no en un egocéntrico encierro en uno mismo.
Los jóvenes de hoy habitan la era del individualismo más impenetrable que se recuerde. Un tiempo paradójico, en el cual la globalización crea la ilusión de un planeta sin fronteras mientras estimula la peor de todas las fronteras. La que separa a cada persona de su semejante. Si bien el mundo y su historia no se manifiestan en compartimientos estancos, podría decirse que la caída del Muro de Berlín, en 1990, marcó un hito y ese jalón afecta a la generación actual. Parecía que la caída de aquella sombría barrera anunciaba un reencuentro universal entre fragmentos de la humanidad. Veinte años más tarde aquella esperanza fue remplazada por la sospecha. El sospechoso es el otro, el que puede invadir mi comodidad egoísta, sacarme del ensueño conque admiro mi ombligo, recordarme una pregunta que espera mi respuesta: ¿cómo pondré mis potencialidades al servicio de la comunidad que me incluye?
Para un importante número de jóvenes de hoy muchas necesidades están satisfechas demasiado pronto. Se las satisfacen aún antes de plantearse y se continúa haciéndolo aunque ellos puedan sustentarlas por su cuenta. Hay en eso una complicidad de adultos que se niegan a serlo y que se aferran a la ilusión de que si mantienen a los jóvenes en el País de Nunca Jamás (donde se está a salvo de la edad, del tiempo y del compromiso), tampoco la edad de esos adultos progresará. "La sociedad de la opulencia, reflexionaba Frankl, satisface deseos, pero no la voluntad de sentido, y a esto se debe cabalmente que exista el vacío". Ya entonces advertía que los medios masivos nos sobresaturan de incentivos. "Y si no queremos ser sepultados por esa oferta, tenemos que aprender a elegir entre lo que tiene sentido y lo que no, y responder por ello. Hoy más que nunca educar es educar para la responsabilidad, para responder". Sin esto no hay compromiso y no hay registro del mundo, pues es ante él, ante el otro, ante quien se responde.
Quizás haya adultos que se sientan incómodos con estas reflexiones y las tilden de generalizadoras. ¿Pero qué compromiso pueden asumir los jóvenes en una sociedad cuyos adultos, en inquietante mayoría, no se comprometen con su edad, con su rol de referentes, con sus responsabilidades ante quienes les siguen? En Geopolítica de las emociones , Dominique Moïsi (fundador del Instituto Francés de Relaciones Internacionales) apunta que mientras la generación del 68 quería cambiar el mundo y se comprometía, bien o mal, con ello, la generación de sus hijos apenas apunta a vivir cómoda y protegida en un mundo seguro. Tal seguridad no existe, aunque haya ilusionistas que la prometen. La vida es siempre una pregunta abierta: ¿Qué harás para descubrir el sentido de tu existencia y dejar el mundo un poco mejor? Cada nueva generación es así interpelada. Y debe responder por sí misma a través de sus miembros.
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