SEGUN EL FILOSOFO FERNANDO SAVATER
A comienzos de 2005, el filósofo español Fernando Savater grabó en la Argentina un programa de televisión sobre los pecados capitales para Canal á. De esa experiencia nació la idea de un libro, "Los siete pecados capitales", Editorial Sudamericana. Aquí, una síntesis del prólogo y un fragmento del primer pecado, la soberbia.
La Soberbia
La soberbia no es sólo el mayor pecado según las escrituras sagradas, sino la raíz misma del pecado. Por lo tanto de ella misma viene la mayor debilidad.
No se trata del orgullo de lo que tú eres, sino del menosprecio de lo que es el otro, el no reconocer a los semejantes.
Quizá lo más pecaminoso de la soberbia sea que imposibilita la armonía y la convivencia dentro de los ideales humanos. Nuestros destinos son enormemente semejantes: todos nacemos, todos somos conscientes de que vamos a morir, todos compartimos necesidades, frustraciones, ilusiones y alegrías. Que alguien se considere al margen de la humanidad, por encima de ella, que desprecie la humanidad de los demás, que niegue su vinculación solidaria con la humanidad de los otros, probablemente ése sea el pecado esencial. Porque negar la humanidad de los demás, es también negar la humanidad de cada uno de nosotros, es negar nuestra propia humanidad. No hace falta remontarse a la teología para convertir en pecaminosa la soberbia.
La soberbia, como todos los pecados, tiene distintas gradaciones.
Ocurre que hay momentos en los que se toma como soberbio a quien sobresale por sus virtudes. El vicio tiene que ver con la representación de la excelencia, pero no con la excelencia en sí misma. El excelente no tiene la culpa de serlo. La soberbia en estos casos es la excelencia arrojada a la cara del otro.
Mi queridísimo abuelo Antonio me pidió en su lecho de muerte "¡Que nunca nadie te haga callar! ¡No dejes que te hagan callar!". Yo le prometí que así sería y seguí por la vida rebelándome, ante todos los que intentaran robarme la palabra.
No voy a negar que me siento muy bien en medio de una buena discusión, una virtud que heredé de mis antepasados femeninos. Para mal o para bien, muchas veces soy dominado por una terquedad natural. Tengo una sensibilidad especial para descubrir que hay del otro lado de cada planteamiento, lo que el otro calla. Hace años que vengo predicando contra los que hacen de su pensamiento ortodoxo una cuestión de fe. Estos individuos se obligan a olvidar la razón del otro, que se transforma —casi como un juego de palabras— en la sinrazón, en la no existencia de contenidos razonables en las posturas asumidas. Y así sucede: cuando escucho ese silencio intervengo, y por supuesto que lo hago con gusto.
La soberbia nace cuando la criatura desafía a Dios no admitiendo su condición de criatura y tratando de imponer su deseo frente a la divinidad. Pero se supone que Dios marca los límites que deben tener las pulsiones. Entonces la criatura decide entre servir o no servir a ese Dios y lo enfrenta cuando decide no ser siervo.
También existe la soberbia racial. Hay pueblos que miran por encima del hombro a otras colectividades, sin haberse molestado nunca en intentar entenderlas. En comprender en qué difieren de ellos, en darse cuenta de que hay otras costumbres, otro tipo de juego social. Entonces se los considera inferiores y descartables. Se los califica de incivilizados y ese argumento fue a caballo de dominaciones y esclavitud. Se termina aplicando la barbarie a quienes se etiqueta como bárbaros.
Un ejemplo histórico de soberbia y poder lo dio Napoleón Bonaparte cuando logró que el propio Papa Pío VII se trasladara a París especialmente para coronarlo en la catedral de NÉtre-Dame. Durante la ceremonia, Napoleón tomó la corona y se invistió él mismo con los símbolos imperiales, mostrándose por encima de todos los presentes, incluido el representante de Dios en la tierra.
Creo que el vicio social por excelencia es la vanidad, porque es el pecado de los demás. Mientras que las personas orgullosas no dependen de otros y en eso precisamente consiste su orgullo. Los vanidosos en cambio, necesitan de los demás. Requieren que los otros les alaben, cosa que el soberbio rechaza. Un escritor orgulloso cuando alguien le dice: "Pero maestro que bien escribe usted y que magnífica es su obra" piensa: "Desgraciado si tú no sabes ni leer, qué me importa que te parezca bien o mal lo que yo hago". Mientras que el vanidoso al escuchar una alabanza piensa: "Cuánta razón tiene este hombre". Le encuentra algo simpático al adulón más repelente y rastrero que se le cruce. El vanidoso es una persona muy sociable, a diferencia del orgulloso que se aparta de la multitud: "Solamente mi propio criterio cuenta sobre mí".
Por otra parte, nada me abruma más que la falsa humildad. Cuando alguien dice "yo no quiero nada para mí, todo lo que pido lo quiero para otros". Mala señal. A mí la gente que no quiere nada, me produce desconfianza.
Ser soberbio es básicamente el deseo de ponerse por encima de los demás. No es malo que un individuo tenga una buena opinión de sí mismo —salvo que nos fastidie mucho con los relatos de sus hazañas, reales o inventadas— lo malo es aquel que no admite que nadie en ningún campo se le ponga por encima.
En general, podemos admitir que nosotros tenemos cierto lugar en el ranking humano, y que hay otros que son más prestigiosos. Pero los soberbios no le dejan paso a nadie, ni toleran que alguien piense que puede haber otro delante de él. Además sufren la sensación de que se está haciendo poco en el mundo para reconocer su superioridad, pese a que siempre va con él ese aire de "yo pertenezco a un estrato superior".
Si no lo consideran el mejor, el soberbio sufre lo indecible porque todos son agravios, se siente un incomprendido por una sociedad de palurdos analfabetos. Si llega a un convite y lo sientan en el extremo de la mesa, el soberbio se preocupa porque a otro de menor rango lo han puesto en un lugar más prestigioso, o no se han dirigido a él en el tono que considera que está a la altura de sus merecimientos. Mientras que a la gente normal la mueve el saber qué les van a poner en el plato y si van a pasar una velada divertida. Siempre me ha asombrado lo picajosa que es este tipo de personas, por la necesidad de representación de grandeza que requieren.
La principal característica que tiene el soberbio es el temor al ridículo. No hay nada peor para aquél que va por la vida exhibiendo su poder, y sus méritos que pisar una cáscara de plátano e irse de narices al suelo. El ridículo es el elemento más terrible contra la soberbia. Por esa razón los tiranos y los poderosos carecen de sentido del humor, sobre todo aplicado a sí mismos.
La soberbia es el valor antidemocrático por excelencia. Los griegos condenaban al ostracismo a aquellos que se destacaban y empezaban a imponerse a los demás. Creían que así evitaban la desigualdad entre los ciudadanos. Pensaban: "Usted, aunque efectivamente sea el mejor, tiene que irse porque no podemos convivir con un tipo de superioridad que va a romper el equilibrio social".
De aquellos tiempos hemos pasado a la actualidad donde vivimos en una especie de celebración permanente de la mediocridad. Los reality shows, en los que se ponen cámaras para espiar durante una determinada cantidad de tiempo a cinco o seis personas, que se dedican a hacer y decir vulgaridades. Hacen cosas tan interesantes como cambiarse los calcetines, freír un huevo, insultarse o dormir. Yo puedo entender el interés que llega a suscitar El rey Lear, pero no me entra en la cabeza esta jerarquización de lo mediocre. Salvo creyendo que la pantalla muestra que todos somos capaces de lo mismo; las mismas vulgaridades, bajezas y torpezas que hacemos todos los días.
La soberbia es la antonomasia de la desconsideración. Es decir: "Primero yo, luego yo y luego también yo." Tal vez, la soberbia sea una cosa sencilla: simplemente se trata de maltratar al otro. No importa tirarle el coche encima a un peatón que está cruzando con la luz amarilla, porque la prioridad para el soberbio es él mismo y sus necesidades. En ese grupo entran aquellos que deben dinero y difieren un pago sin importarles las carestías del que les prestó. Se trata de quienes tal vez no tengan conciencia de lo que están haciendo por auto glorificación, pero en la práctica piensan: "Yo cuento mucho más que usted". Hay algunos que lo hacen en forma imperceptible a primera vista, pero otros lo muestran con gestos, pequeños o ampulosos o diciéndoselo en la cara a los demás, con lo que corre el riesgo de conseguir el enfado y el rechazo. Pero lo cierto, es que siempre hay individuos dispuestos a una actitud servil, con quienes los soberbios encuentran un campo ideal para hacer todo tipo de putadas y desvalorizar al otro.
En materia de autoestima y de búsqueda de la cima ante los demás, los soberbios siempre están a la cabeza. Pero sus caídas suelen transformarse en tragedias que no pueden superar en sus vidas. Por ejemplo, las Escrituras dicen que Cristo derrotará a los soberbios y humillará a los grandes, porque en definitiva son los que más sufren en las derrotas y a los que tiene sentido vencer. ¿De qué sirve ganarle una partida, una batalla o una discusión a un pobre infeliz? No es algo que te haga pasar a la historia. Los soberbios que montan una escenografía de grandeza a su alrededor, son los preferidos para desafiar. Si vas a por los tímidos y los humildes no tiene gracia, porque esta gente casi siempre está esperando que los derroten.
En el otro extremo del análisis están los estoicos. En sus meditaciones el emperador romano Marco Aurelio dice: "No le creas a los que te alaban, no creas lo que dicen de ti". Se trata de una humildad que no lo es en el sentido cristiano. Los estoicos no son humildes, simplemente no quieren ser fuertes. Pero por otra parte, rechazan todos los elogios y las alabanzas. "Cuando te levantes cada día —dicen— no pienses si vas a ser emperador, piensa: hoy debo cumplir bien mi tarea de hombre." Esa es la idea, nadie puede estar por encima de la labor humana.
Pero, ¿cómo evitar caer en la soberbia? El remedio es muy simple, pero a veces duro de asumir: ser realista. También es cierto, que en el otro extremo el exceso de humildad te pone por debajo del realismo. En esa actitud no valoras ni siquiera lo que tienes, lo que se puede transformar en una gran dificultad desde el punto de vista social. En primer lugar tú sufres, salvo que te complazcas morbosamente en tu nada y en tu pequeñez. Hay un mecanismo que utilizaba San Agustín que es bastante útil. En sus Confesiones dice: "Cuando yo me considero a mí mismo no soy nada; cuando me comparo valgo bastante". Es una frase llena de realismo. Cuando analizas lo que quisieras ser, tus ideales, tus bienes, etcétera, estas por debajo de lo que creías y querías; pero claro, cuando miras a tu alrededor la cosa no está tan mal. Por lo tanto, el extremo desordenado de la humildad —la humillación— es tan malo como el de la soberbia.
En definitiva la soberbia es debilidad y la humildad es fuerza. Porque al humilde le apoya todo el mundo, mientras que el soberbio está completamente solo, desfondado por su nada. Puede ser inteligente, pero no sabio; puede ser astuto, diabólicamente astuto quizá, pero siempre dejará tras sus fechorías cabos sueltos por los que se le podrá identificar.
La frágil soberbia
Inmadurez psicológica
Lara había acudido a una psicoterapia tras una depresión que en principio venía motivada porque se encontraba muy mal en el trabajo. Su jefe era un hombre soberbio y prepotente que nunca reconocía sus logros y su compañera hablaba de las ideas de Lara como si las hubiera tenido ella. Trabajaba en una agencia de publicidad y era buena en lo que hacía, pero no sabía defenderlo, porque no sabía defenderse. Conocía las características de su jefe, pero lo que la dejaba tan mal es que no era capaz de pararle cuando la menospreciaba, se dejaba avasallar y cada vez que decía algo en una reunión, él hacía ver que eso ya lo sabía.
En el tratamiento descubrió que su padre, que era un hombre bastante soberbio y en ocasiones agresivo, había conseguido asustarla cuando era pequeña. Ella, en la necesidad de salvar en su interior la imagen de un padre capaz de quererla, había asociado ese rasgo paterno con un modo de fortaleza. Lo había acomodado a su deseo escondiendo así la verdad. Su padre era en el fondo un hombre infantil y con graves conflictos psicológicos que ocultaba tras su soberbia. Cuando se le llevaba la contraria, se ponía agresivo porque tenía poca capacidad para la frustración.
Cuando Lara comenzo a aceptar las carencias paternas, dejó de estar paralizada ante los arrebatos soberbios de su jefe y empezó a pararle los pies. Algo que también le funcionó con su compañera y con su pareja, a quien había anunciado que, si seguía así, ella prefería separarse. Ya no se engañaba a sí misma y tampoco en relación al otro, no permitía que la actitud arrogante de su pareja la dejase sin palabras. Ahora sabía que esa soberbia disfrazada de razonamientos intelectuales sólo era el disfraz de su fragilidad emocional.
La persona que padece de soberbia no sabe amar : el otro no le interesa excepto para que le afirme en aquello que alimenta un ego omnipresente que disimula una identidad frágil y una debilidad psicológica que manifiesta cuando se derrumba el engaño del que vive. No tiene un acuerdo consigo mismo entre lo que quiere ser y cómo es.
El centro del mundo
La imagen que el soberbio tiene de sí mismo está distorsionada. En la medida en que los hijos sean tratados como una prolongación de los padres y no sean aceptados en su diferencia, serán más o menos soberbios. Si los padres les colocan en el centro del universo cuando se adaptan a lo que ellos quieren, o les desprecian en caso contrario, no es raro que el niño se adapte a lo que quieren de él para sentir que es lo más importante. Por ello la diferencia con el otro se niega y se acana manteniendo la ilusión infantil de que lo sabe “todo”. No sabe que ese “todo” esconde una incapacidad absoluta para registrar que el otro también existe. En ocasiones, cuando alguien decide dejar de aguantar la soberbia de otro, no sólo se hace un favor a sí mismo, también se lo hace al soberbio, pues le ayuda a dejar de ser tan ignorante de su subjetividad.
Es posible que culturalmente la soberbia se confunda con fortaleza, e incluso que sea valorada en una sociedad en la que con frecuencia nos quedamos fascinados con lo que aparece a primera vista y no tenemos la paciencia suficiente para comprender que lo fundamental está en lo que no se ve.
Lara había acudido a una psicoterapia tras una depresión que en principio venía motivada porque se encontraba muy mal en el trabajo. Su jefe era un hombre soberbio y prepotente que nunca reconocía sus logros y su compañera hablaba de las ideas de Lara como si las hubiera tenido ella. Trabajaba en una agencia de publicidad y era buena en lo que hacía, pero no sabía defenderlo, porque no sabía defenderse. Conocía las características de su jefe, pero lo que la dejaba tan mal es que no era capaz de pararle cuando la menospreciaba, se dejaba avasallar y cada vez que decía algo en una reunión, él hacía ver que eso ya lo sabía.
En el tratamiento descubrió que su padre, que era un hombre bastante soberbio y en ocasiones agresivo, había conseguido asustarla cuando era pequeña. Ella, en la necesidad de salvar en su interior la imagen de un padre capaz de quererla, había asociado ese rasgo paterno con un modo de fortaleza. Lo había acomodado a su deseo escondiendo así la verdad. Su padre era en el fondo un hombre infantil y con graves conflictos psicológicos que ocultaba tras su soberbia. Cuando se le llevaba la contraria, se ponía agresivo porque tenía poca capacidad para la frustración.
Cuando Lara comenzo a aceptar las carencias paternas, dejó de estar paralizada ante los arrebatos soberbios de su jefe y empezó a pararle los pies. Algo que también le funcionó con su compañera y con su pareja, a quien había anunciado que, si seguía así, ella prefería separarse. Ya no se engañaba a sí misma y tampoco en relación al otro, no permitía que la actitud arrogante de su pareja la dejase sin palabras. Ahora sabía que esa soberbia disfrazada de razonamientos intelectuales sólo era el disfraz de su fragilidad emocional.
La persona que padece de soberbia no sabe amar : el otro no le interesa excepto para que le afirme en aquello que alimenta un ego omnipresente que disimula una identidad frágil y una debilidad psicológica que manifiesta cuando se derrumba el engaño del que vive. No tiene un acuerdo consigo mismo entre lo que quiere ser y cómo es.
El centro del mundo
La imagen que el soberbio tiene de sí mismo está distorsionada. En la medida en que los hijos sean tratados como una prolongación de los padres y no sean aceptados en su diferencia, serán más o menos soberbios. Si los padres les colocan en el centro del universo cuando se adaptan a lo que ellos quieren, o les desprecian en caso contrario, no es raro que el niño se adapte a lo que quieren de él para sentir que es lo más importante. Por ello la diferencia con el otro se niega y se acana manteniendo la ilusión infantil de que lo sabe “todo”. No sabe que ese “todo” esconde una incapacidad absoluta para registrar que el otro también existe. En ocasiones, cuando alguien decide dejar de aguantar la soberbia de otro, no sólo se hace un favor a sí mismo, también se lo hace al soberbio, pues le ayuda a dejar de ser tan ignorante de su subjetividad.
Es posible que culturalmente la soberbia se confunda con fortaleza, e incluso que sea valorada en una sociedad en la que con frecuencia nos quedamos fascinados con lo que aparece a primera vista y no tenemos la paciencia suficiente para comprender que lo fundamental está en lo que no se ve.
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