De repente, una luz se enciende en
nuestro interior. Un fogonazo consigue iluminarnos el rostro y cambiar nuestra
expresión. Las cejas se levantan, los párpados dejan ver el iris, perfecto y
redondo como una luna llena de color. La mandíbula cae ligeramente, la boca
queda abierta, sin tensión… Es lo que sucede cuando nos sorprendemos, cuando
nos asombramos, palabra que, literalmente, significa “sacar de debajo de la
sombra”, es decir, exponernos a la luz, produciéndose la más rápida, fugaz y
espontánea de las emociones humanas.
Albert Einstein explicaba que cuando
tenía cinco años se asombró al ver la brújula magnética de su padre. ¿Cómo
podía ser que siempre señalara la misma dirección? ¿Qué explicación tenía esa
magia? La anécdota le dejó tan fascinado, tan lleno de preguntas sin respuesta,
que despertó su sentido de la sorpresa. A partir de entonces, su brújula fue el
asombro y le guio por el camino del conocimiento. No en vano, el genio
aseguraba que “quien es incapaz de maravillarse y sentir el encanto y el
asombro está prácticamente muerto”.
Si bien es cierto que puede ser
tanto positiva como negativa, aquí nos vamos a centrar en la sorpresa como
motor del descubrimiento, de la creatividad, de la atención, del aprendizaje e
incluso de la empatía. Ese motor que al nacer nos hace avanzar y desarrollar
nuestras capacidades cognitivas. Porque para un recién nacido el mundo es un
lugar sorprendente, lleno de estímulos y maravillas que le empujan a explorar,
observar y experimentar, y a su vez, gracias a ello y a los continuados
descubrimientos, va incrementando su sorpresa. Es una actitud, una manera de
vivir y de enfrentarse a la realidad. Algunos dirán que es normal, que para un
recién llegado a este planeta todo es nuevo, pero que al irse agotando la
novedad, también se agota, a su vez, el factor sorpresa. Pero eso no es
exactamente así. Marcel Proust aseguraba que “el verdadero viaje de
descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos
ojos”. Y de eso se trata, de ejercer la sorpresa activa en lugar de la pasiva,
esa que pretende que sean los demás quienes nos sorprendan. Eso está muy bien
para una fiesta de cumpleaños, pero no para el resto de los días del año.
Estamos rodeados de un mundo fascinante, de cosas maravillosas y de gente
excepcional. Solo hace falta saber mirar.
Los sentidos nos abren las puertas
del universo. A través de ellos podemos maravillarnos de un olor, de un sabor,
de un tacto, de un sonido o de una imagen. Pero los sentidos precisan de
nuestra atención para ser activados. Necesitan ser entrenados para que nos
abran el camino de la sorpresa, del descubrimiento. Y la verdad es que lo
asombroso pasa por delante de nosotros a cada momento.
En el año 2007, algunos habitantes
de Washington iban, como cada mañana, a sus trabajos en metro. Unos con los
auriculares puestos, otros leyendo la prensa y muchos, simplemente, aturdidos,
dejándose llevar por la monotonía de un trayecto conocido. Nadie prestaba
atención a su alrededor ni, por supuesto, a un joven músico que tocaba el
violín con una gorra en el suelo, tratando de juntar algunas monedas. Pues
bien, ese joven era Joshua Bell, un virtuoso del violín que tocaba su
Stradivarius de 1713. Escucharlo en directo cuesta cientos de euros y es casi
imposible conseguir entradas. ¿Cuál fue la reacción de las personas que pasaron
a su lado? Pues eso, que pasaron. Sin darse cuenta de que estaban delante de
uno de los mejores violinistas del mundo, capaz de arrancar sonidos
maravillosos de un instrumento extraordinario.
Si esa mañana Bell estaba tocando en
el metro era porque formaba parte de un experimento que llevó a cabo el diario The Washington Post para averiguar cuánto se
valora la música tocada en la calle y cuánto contribuye el contexto en nuestras
valoraciones. Al parecer, no mucho, porque la superestrella de la música
clásica consiguió juntar unos escasos 32 dólares. Este es un claro ejemplo de
que si no estamos atentos a nuestro alrededor es imposible sorprenderse y que,
del mismo modo, nos perdemos cosas fascinantes por el camino.
Para conectar con el mundo a través
de nuestros sentidos necesitamos:
- Estar en silencio con nosotros mismos
y con nuestros pensamientos. Solo así podemos
prepararnos. Si nos quitamos los auriculares o levantamos la mirada del
teléfono, podremos atender todo lo que pasa a nuestro alrededor. Debemos
ser capaces de fluir con nuestros pensamientos, tranquilos y relajados.
Cosa que cada vez nos cuesta más. Pero, afortunadamente, esto lo podemos
hacer en el metro, andando por la calle o en posición de flor de loto. Da
igual, lo importante es conseguir silenciar el ruido y gozar de nuestra
compañía.
- Conectar con el mundo. Si
conseguimos silenciar el ruido, seremos capaces de ir activando los
sentidos. Es un buen ejercicio ir de uno en uno. Es decir, imaginemos que
estamos sentados en el metro esperando a que llegue nuestra parada.
Podemos empezar por echar un vistazo a nuestro alrededor. Mirando,
observando y fijándonos en detalles que, de otra manera, hubiésemos pasado
por alto. Luego pasamos a escuchar. Los sonidos que hay a nuestro
alrededor. Y así, poco a poco, con el tacto y el olor y, por qué no, el
gusto.
- Detenernos. Cuando
encontremos algo que nos llame la atención, parémonos. Aunque sea un
momento. Si vemos a un tipo tocando el violín, detengámonos, escuchemos,
disfrutemos. Es como el niño que va a la escuela acompañado por sus
padres. Él se para en todas partes, porque siempre hay algo que le
asombra, que asalta su curiosidad. Normalmente los padres tiran de él y le
van obligando, poco a poco, a dejar atrás lo maravilloso de un trayecto
que hace cada día. Nosotros somos ese niño, y no está mal, de vez en
cuando, no tirar de él.
Si conseguimos transformar las cosas
rutinarias en extraordinarias, si logramos darnos cuenta de las maravillas que
nos rodean, también podremos usar la sorpresa en nuestras relaciones, tanto
personales como laborales. Y, como venimos hablando, no hace falta entrar en la
próxima reunión vestidos de carnaval. Los grandes gestos normalmente son más
sutiles. Bastará con hacer las cosas de forma diferente y seguir otros caminos
que, inevitablemente, nos llevarán a otros lugares.
Imaginemos, por ejemplo, que en el
trabajo tenemos que liderar una reunión tensa. Podemos hacer lo de siempre y
esperar en la sala con cara de circunstancias. Pero también podemos entrar con
caramelos, repartirlos a cada miembro de la reunión y empezar a hablar. Seguro
que la actitud de los asistentes cambiará. De repente su ánimo se predispondrá
a la cooperación y al entendimiento. Y todo porque hemos decidido usar el
factor sorpresa, es decir, lo inesperado y lo creativo.
Para ello solo es necesario seguir
unos pasos de sentido común:
- Escoger y estudiar la situación en la
que se va a actuar. Si es una reunión de trabajo, si es con la
pareja o los hijos. Una vez seleccionada, pensar en la manera en la que
siempre se suele desarrollar la situación. Y
preparar el terreno para afrontarla.
- Pensar que, como mínimo, hay tres
maneras más de solucionarlo.Siempre hay, como mínimo, tres
formas distintas de afrontar las situaciones. Solo hay que pensar en las
posibilidades, en las maneras distintas de hacer lo de siempre. Luego,
seleccionar la que uno cree que mejor se ajusta a la situación.
- Hacer lo que se piensa. Coraje
es lo que se necesita. Eso y despedirse del falso y paralizador sentido
del ridículo. Ya que se ha llegado hasta un punto clave, hay que mantener
una responsabilidad con esa idea, la de hacerla realidad.
- Escuchar. Una
vez usado el factor sorpresa, atender a las reacciones. No hay que
descartar aprender de ellas. Y usar todo ese aprendizaje para ir
recalibrando el factor sorpresa.
Sí, el mundo es un lugar maravilloso
en el que podemos hacer cosas maravillosas. Solo hace falta estar predispuesto
a ello. En Educar en el asombro, Catherine
L’Ecuyer propone una educación a los hijos basada en el desarrollo de la
creatividad y, por tanto, de la sorpresa en un mundo que nos sobreexpone a
estímulos vacíos y en ocasiones delirantes. El libro empieza con esta cita de
G. K. Chesterton, como siempre lúcido y afilado: “Cuando somos muy niños no
necesitamos cuentos de hadas, sino simplemente cuentos. La vida es de por sí
bastante interesante. A un niño de siete años puede emocionarle que Perico, al
abrir la puerta, se encuentre con un dragón; pero a un niño de tres años le
emociona ya bastante que Perico abra la puerta”. Pues
eso, abramos la puerta.
elpaissemanal@elpais.es
Gabriel Garcia de Oro
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