Todos
tenemos secretos y necesitamos contarlos. El problema es lo difícil que resulta
evitar la tentación de airearlos a los cuatro vientos y las consecuencias de
hacerlo
A todos nos ha
sucedido alguna vez. Revelamos a alguien cercano una información confidencial y
un tiempo después descubrimos que el secreto ha sido aireado a los cuatro
vientos. ¿Cómo ha sucedido?
Siguiendo la
aritmética de los rumores, lo más probable es que el confidente haya sucumbido
a la tentación del “¿sabes que…?” y haya transmitido la novedad a una persona
de confianza, con la coletilla final de “no se lo digas a nadie”. Este segundo
receptor, al estar desvinculado de la fuente principal, lo contará a una media
de tres personas, cada una de las cuales lo propagará a otras tantas. Es
cuestión de días que la información sea patrimonio de medio centenar de
personas. ¿Qué nos lleva a compartir secretos y por qué es tan difícil
guardarlos?
Algunos psicólogos
hablan de tres niveles de existencia que conviven dentro de cada persona. El
más externo es nuestro personaje, es decir, aquel que presentamos al mundo
porque queremos que nos vean de determinada manera. Es la fachada que
exhibimos, la imagen corporativa que nos
define.
(MARCEL MART)
En un nivel intermedio
estaría el yocotidiano. Cuando estamos con
nuestra familia o en un entorno donde nos sentimos cómodos, dejamos de lucir
fachada y nos permitimos ser naturales… hasta cierto punto, pues hay un tercer
nivel, que es la vida secreta.
En el tercer nivel
sucede aquello que uno se permite ser cuando nadie está presente. Y esta vida
secreta no tiene que ser necesariamente un asunto oscuro o turbio. A veces
alberga solo el deseo de cambiar de empleo, una próxima separación o el
proyecto de engendrar un hijo.
Si la información se
encuentra en ese nivel es porque la persona ha decidido que esos hechos no
trasciendan aún. Sin embargo, el ser humano casi siempre necesita un testigo a
quien confiar aquello que no debe saberse. Aquí empieza la dificultad y el
peligro.(Marcel Mart)
El acto de compartir
con otra persona en nuestra vida secreta es
sin duda una muestra de amistad y confianza. No obstante, con ello cargamos en
el otro una responsabilidad que no ha elegido tomar desde el momento en el que
decimos “¿podrás guardarme un secreto?”.
Aunque la respuesta
sea afirmativa, la probabilidad de que el pájaro de la confidencia escape de la
jaula es alta debida, entre otros, a dos factores:
Cuesta encontrar temas
de conversación excitantes en una pareja, en un grupo de amigos o en el entorno
familiar. Por eso es fácil que en una velada aburrida, tras la segunda cerveza
o copa de vino, salte el clásico “si te cuento algo gordo, ¿puedes guardarme el
secreto?”.
A veces la confidencia
pone en una difícil situación moral a quien la escucha. Por ejemplo, si se es
amigo de una pareja y uno de ellos nos cuenta una infidelidad, sentiremos que
estamos traicionando a la parte afectada. Esto puede llevar a abrir la caja de
los truenos.
“No confíes tu secreto
ni al más íntimo amigo; no podrías pedirle discreción si tú mismo no la has
tenido”
(LUDWIG VAN
BEETHOVEN)
Cuando explicamos algo
que puede comprometernos, somos conscientes, en mayor o menor medida, de este
riesgo. La cuestión sería por qué necesitamos compartirlo, dado que, como decía
Benjamin Franklin, “tres podrían guardar un secreto si dos de ellos hubieran
muerto”.
El principal motivo es
que el ser humano es un animal social que necesita involucrar a su clan en las
decisiones que toma, ya que la aprobación del círculo íntimo le resulta vital.
Un segundo motivo para revelar lo inconfesable, sobre todo en asuntos frívolos,
es el morbode poder contarlo. Es más, a veces los
interlocutores tienen la impresión de que ciertas proezas tienen como principal
objetivo ser contadas.
Vamos a ponernos en el
lugar del confidente que desea ser fiel a su promesa de silencio. Si seguimos
estas reglas, no sucumbiremos a la tentación de irnos de la lengua o al menos
minimizaremos los daños:
Piense que un secreto
es una
prueba de amistad que, si no superamos, repercutirá negativamente en la
confianza de quien nos lo ha contado. Si por nuestro carácter somos incapaces
de guardarlo, es mejor decirlo de entrada.
Antes de revelar una
confidencia de otro, debemos medir las consecuencias que
puede tener para esa persona. Hay que distinguir una anécdota simpática e
inofensiva de algo que comprometa gravemente al otro.
Jamás transmita una confidencia por mensaje de texto. El
destino de todo mensaje interesante es ser rebotado a los destinatarios más
inesperados.
(MAHATMA
GANDHI)
Según una encuesta
coordinada por Michael Cox con 3.000 mujeres británicas de entre 18 y 65 años,
el tiempo medio que tarda en revelarse un secreto es 22 minutos, aunque las
confidentes en la parte superior de la horquilla aseguraron que podían
guardarlo un máximo de dos días. Según este estudio, la indiscreción está
propiciada en buena parte por las nuevas tecnologías. La posibilidad de estar
comunicados a todas horas hace que sea mucho más difícil preservar las
confidencias.
El experto en
comunicación Ferran Ramon-Cortés nos alerta sobre este mal hábito: “Antes de
hacer circular una información, deberíamos estar completamente seguros de que
es cierta y de que el hecho de hacerla circular contribuirá positivamente en el
seno de la organización. Si no es así, es un virus”.
Para que los demás no
comercien con nuestra vida privada y la tergiversen, tenemos dos soluciones
extremas: el silencio o la total transparencia. Si no queremos construir un
muro alrededor de nuestra intimidad, lo cual conlleva un esfuerzo de
ocultación, la otra opción es ser un libro abierto. De hecho, muchas personas
populares suelen explayarse sobre sus intimidades con naturalidad. Sin
necesidad de entrar en detalles obscenos o en la vida privada de otros, hablar
con claridad de lo que uno piensa y hace aporta la serenidad de no tener que
representar diferentes papeles.
Esta es una buena
manera de evitar múltiples versiones sobre la realidad. Como decía un sabio
romano, compórtate en privado como si te estuvieran mirando y nunca tendrás que
hacerte reproches. Ni contar secretos,
podríamos añadir.
Cuando una confidencia pasa a ser compartida por un
número ingente de personas, tiende a transmutarse en rumor, con lo que pierde
el 25% de su veracidad, según los investigadores. La información es retocada en
cada eslabón de la cadena para ser más atractiva, con lo que se deforma hasta
niveles imprevisibles. Eso cuando no se genera a partir de la nada. La fuerza
del rumor se basa en que la fuente originaria es desconocida. El tramposo “se
dice que…” ha servido para divulgar bulos como que el actual Paul McCartney es
en realidad Shears Campbell, un doble del beatle que habría fallecido en
accidente de tráfico en 1966.
Un libro: – Virus, de Ferran
Ramon-Cortés (RBA). Una epidemia desatada en un lujoso complejo hotelero sirve
a este maestro de la comunicación como símil para alertarnos sobre el peligro
de los rumores.
Una película: La celebración, de
Thomas Vinterberg (Karma Films). Cuenta la fiesta del sexagésimo cumpleaños de
un patriarca danés, cuyo hijo ha esperado tan solemne y concurrido momento para
airear terribles secretos familiares a través de un discurso incendiario.
Fuente: El Pais
Autor: Francesc Miralles
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