¿Por qué
algunas personas son tan increíblemente buenas en lo que hacen? Miremos
donde miremos, desde los deportes de competición y la interpretación
musical hasta la ciencia, la medicina y los negocios, siempre parece
haber un puñado de gente excepcional que nos deslumbran con lo que son
capaces de hacer y lo bien que lo hacen. Y cuando nos encontramos cara a
cara con este tipo de persona tan excepcional, tendemos a concluir de
manera natural que nació con algún plus. «Tiene un gran talento»,
decimos, o «Tiene un auténtico don».
Pero ¿es realmente así? Llevo más de treinta años estudiando a este
tipo de personas, las personas especiales que destacan como expertas en
sus respectivos ámbitos: atletas, músicos, ajedrecistas, médicos,
vendedores, profesores y otros. He ahondado en los aspectos prácticos de
lo que hacen y de cómo lo hacen. Les he observado, les he entrevistado y
los he sometido a diversas pruebas.
He explorado la psicología, la fisiología y la neuroanatomía de
esas extraordinarias personas. Y con el tiempo he llegado a entender que
sí, es cierto, realmente tienen un don extraordinario, que constituye
el núcleo de sus capacidades. Pero no es el don que normalmente la gente
supone que es, y además resulta ser aún más poderoso de lo que
imaginamos. Y lo que es más importante: es un don con el que nacemos
cada uno de nosotros y del que, con el enfoque adecuado, podemos sacar
partido.
La lección del oído absoluto
Corre el año 1763. El joven Wolfgang Amadeus Mozart está a punto de
emprender un viaje por toda Europa que marcará el punto de arranque de
su leyenda. Con solo siete años de edad y apenas lo bastante alto para
llegar a ver por encima de un clavicémbalo, cautiva al público de
Salzburgo, su ciudad natal, gracias a su habilidad con el violín y
varios instrumentos de teclado. Toca con una facilidad que parece
imposible de creer en alguien tan joven.
Pero Mozart tiene otro as en la manga que, en todo caso, resulta
aún más sorprendente para la gente de su época. Ese talento se conoce
gracias a que alguien lo describió en una carta al director bastante
intensa sobre el joven Mozart que se publicó en un periódico de
Augsburgo, la ciudad natal del padre del músico, poco antes de que
Wolfgang y su familia dejaran Salzburgo para iniciar su viaje.
El autor de la carta explicaba que, cuando Mozart oía una nota
ejecutada en un instrumento musical, cualquier nota, podía identificarla
de inmediato con total exactitud: el la sostenido de la segunda octava
por encima del do central, por ejemplo, o el mi bemol por debajo del do
central. Mozart era capaz de hacer eso aunque estuviera en otra
habitación y no pudiera ver qué instrumento estaban tocando, y podía
hacerlo no solo con el violín y el pianoforte, sino con cualquier
instrumento que oyera. El padre de Mozart, como compositor y profesor de
música, tenía en su casa casi todos los instrumentos musicales
imaginables. Pero tampoco eran solo instrumentos.
El niño podía identificar las notas emitidas por cualquier cosa que
fuera lo bastante musical: la campanada de un reloj, el tañido de una
campana, el ¡achís! de un estornudo… Era esta una habilidad de la que
carecían la mayoría de los músicos adultos de la época, incluso los más
experimentados, y, aún más que la destreza de Mozart con el teclado y el
violín, parecía ser un ejemplo de los misteriosos dones con los que
había nacido el joven prodigio.
Obviamente, hoy en día esa habilidad no parece en absoluto tan
misteriosa. Se sabe mucho más sobre ella ahora que hace doscientos
cincuenta años, y actualmente la mayoría de la gente como mínimo ha oído
hablar de ella. El término técnico es «oído absoluto», aunque a veces
se conoce también como «oído perfecto», y se trata de una habilidad
excepcionalmente rara: solo una de cada diez mil personas la tiene.
Es mucho menos rara entre los músicos de talla internacional que
entre el resto de las personas, pero incluso entre los virtuosos dista
mucho de ser normal: se cree que Beethoven la tenía, pero Brahms no.
Vladímir Horowitz la tenía; Ígor Stravinski, no.
Frank Sinatra la tenía; Miles Davis, no. Este podría ser, pues, el
ejemplo perfecto de un talento innato con el que nacen unas pocas
personas afortunadas, pero que es negado a la mayoría.De hecho, eso fue
lo que se creyó de manera generalizada durante al menos doscientos años.
Pero en las últimas décadas ha surgido una interpretación muy diferente
del oído absoluto, que apunta a una visión igualmente distinta de los
tipos de dones que la vida nos ofrece.
El primer indicio surgió al observar que las personas
extraordinarias que tenían ese don también habían recibido algún tipo de
formación musical en su primera infancia. En particular, abundantes
investigaciones han mostrado que casi todas las personas que tienen oído
absoluto iniciaron su formación musical a una edad muy temprana,
generalmente entre los tres y los cinco años.
Pero si el oído absoluto es una habilidad innata, algo con lo que
se nace o no se nace, entonces no debería suponer diferencia alguna que
uno reciba formación musical de niño. Lo único relevante sería que uno
recibiera la suficiente formación musical en cualquier momento en su
vida para aprender los nombres de las notas.
La siguiente pista surgió cuando los investigadores observaron que
el oído absoluto es mucho más común entre las personas que hablan una
lengua tonal, como el mandarín, el vietnamita y varias otras lenguas
asiáticas, en las que el significado de las palabras depende de su
entonación. Si el oído absoluto es realmente un don genético, entonces
la única forma de que la conexión con la lengua tonal tuviera sentido
sería que entre las personas de ascendencia asiática la probabilidad de
tener los genes del oído absoluto fuera mayor que entre las personas
cuyos antepasados vinieran de otros lugares, como Europa o África.
Pero eso es algo que resulta fácil de comprobar. Basta con reclutar
a varias personas de ascendencia asiática que hayan crecido hablando
inglés o alguna otra lengua no tonal y ver si entre ellas la
probabilidad de tener oído absoluto sigue siendo mayor. Esa
investigación se ha realizado ya, y resulta que las personas de
ascendencia asiática que no han crecido hablando una lengua tonal no
tienen más probabilidades de tener oído absoluto que las de otros
orígenes étnicos.
De modo que no es la herencia genética asiática, sino más bien el
aprendizaje de una lengua tonal, lo que hace que resulte más probable
tener oído absoluto.
Hasta hace unos años, esto era más o menos lo que sabíamos:
estudiar música de niño se consideraba esencial para tener oído
absoluto, y crecer hablando una lengua tonal aumentaba asimismo las
probabilidades de tenerlo. Los científicos no sabían decir con certeza
si el oído absoluto era un talento innato, pero sabían que, de serlo,
era un don que solo aparecía en las personas que habían recibido algún
tipo de entrenamiento tonal en la infancia. En otras palabras, era una
clase de don que, si no se aprovecha, se pierde.
Incluso las pocas personas afortunadas que nacen con el don del
oído absoluto tendrían que hacer algo para desarrollarlo, concretamente,
algún tipo de formación musical de pequeños.
Pero hoy se sabe que tampoco es ese el caso. El verdadero carácter
del oído absoluto se reveló en 2014, gracias a un hermoso experimento
realizado en la Escuela de Música Ichionkai de Tokio y descrito en la
revista científica Psychology of Music.
La psicóloga japonesa Ayako Sakakibara formó un grupo de
veinticuatro niños de entre dos y seis años de edad, y los sometió a un
curso de entrenamiento de varios meses de duración diseñado para
enseñarles a identificar, simplemente por su sonido, varios acordes
ejecutados al piano.
Todos eran acordes mayores con tres notas, como un acorde de do
mayor con el do central más las notas mi y sol inmediatamente por encima
de este último. Se impartió a los niños cuatro o cinco breves sesiones
de entrenamiento diarias, cada una de ellas de solo unos minutos de
duración, y cada niño siguió entrenándose hasta que fue capaz de
identificar los catorce acordes que Sakakibara había seleccionado.
Algunos de los niños completaron el entrenamiento en menos de un
año, mientras que otros tardaron hasta un año y medio. Luego, cuando un
niño había aprendido a identificar los catorce acordes, Sakakibara le
ponía a prueba para ver si era capaz de nombrar correctamente las notas
individuales que los formaban.
Tras completar el entrenamiento, todos y cada uno de los niños
participantes en el estudio habían desarrollado un oído absoluto y
podían identificar notas individuales ejecutadas al piano.
Este es un resultado asombroso. Mientras que en circunstancias
normales solo una de cada diez mil personas desarrolla un oído absoluto,
todos los estudiantes de Sakakibara lo hicieron. La consecuencia obvia
es que el oído absoluto, lejos de ser un don concedido solo a unos pocos
afortunados, es una habilidad que puede desarrollar prácticamente
cualquier persona con la práctica y el entrenamiento adecuados. El
estudio reescribió por completo la concepción del oído absoluto.
Entonces ¿qué hay del oído absoluto de Mozart? Investigar un poco
en su historia ofrece una idea aproximada de lo que pasó. El padre de
Wolfgang, Leopold Mozart, era un violinista y compositor de moderado
talento que nunca había tenido el grado de éxito que deseaba, de modo
que se propuso convertir a sus hijos en la clase de músicos que él
siempre había querido ser. Empezó con la hermana mayor de Wolfgang,
Maria Anna, de la que sus contemporáneos decían que a los once años de
edad tocaba el piano y el clavicémbalo tan bien como los músicos adultos
profesionales.
Mozart padre, que fue además autor del primer manual didáctico para
la educación musical de los niños, empezó a trabajar con Wolfgang a una
edad aún más temprana que con Maria Anna. Así, cuando el niño tenía
cuatro años, su padre se dedicaba a él a tiempo completo: con el violín,
el teclado y otros instrumentos.
Aunque no se sabe exactamente qué ejercicios utilizaba el padre de
Wolfgang para educarlo, sí se conoce que, cuando este tenía seis o siete
años, había recibido una formación mucho más intensa y durante mucho
más tiempo que las dos docenas de niños que desarrollaron un oído
absoluto mediante las sesiones prácticas de Sakakibara.
Retrospectivamente, pues, no debería tener nada de sorprendente que
Mozart desarrollara un oído absoluto.
Entonces ¿tenía o no el joven Wolfgang a los siete años el don del
oído absoluto? Sí y no. ¿Nació con alguna rara dotación genética que le
permitía identificar el tono exacto de una nota de piano o del silbido
de una tetera? Todo lo que los científicos han descubierto sobre el oído
absoluto dice que no. De hecho, si Mozart se hubiera criado en
cualquier otra familia sin contacto con la música, o sin la suficiente
cantidad del tipo de contacto adecuado, seguramente nunca habría
desarrollado aquella aptitud.
Sin embargo, Mozart nació de hecho con un don, el mismo con el que
nacieron los niños del estudio de Sakakibara. Todos ellos estaban
dotados de un cerebro tan flexible y adaptable que fue capaz, con el
tipo de entrenamiento adecuado, de desarrollar una habilidad que parece
completamente mágica para aquellos que no la poseen.
En resumen, el don no es el oído absoluto, sino, más bien, la
capacidad de desarrollarlo; y, que sepamos, más o menos todo el mundo
nace con ese don.
Este es un hecho tan maravilloso como sorprendente. En los millones
de años de evolución que llevan hasta los humanos modernos, se puede
afirmar casi con certeza que no ha habido presiones selectivas que
favorecieran a las personas que pudieran identificar, por ejemplo, las
notas exactas que cantaba un pájaro. Y, sin embargo, henos aquí hoy,
capaces de desarrollar un oído absoluto con un régimen de entrenamiento
relativamente sencillo.
Solo en fecha reciente los neurocientíficos han llegado a entender
por qué tendría que existir un don así. Durante décadas, los científicos
creyeron que el ser humano nacía con los circuitos cerebrales más o
menos fijados y que dichos circuitos determinaban sus aptitudes.
O un cerebro estaba cableado para tener oído absoluto, o no lo estaba, y no había mucho que se pudiera hacer para cambiar eso.
Se necesitaba una cierta cantidad de práctica para hacer florecer
plenamente aquel talento innato, y, si no se realizaba esa práctica,
puede que el oído absoluto nunca se desarrollara por completo; pero la
creencia general era que, por mucho que se practicara, de nada serviría
si de entrada no se tenían los genes adecuados.
Sin embargo, desde la década de 1990 los investigadores del cerebro
se han dado cuenta de que este órgano es mucho más adaptable de lo que
nadie había imaginado nunca, incluso en los adultos, y eso proporciona
un enorme control sobre lo que nuestros cerebros son capaces de hacer.
En particular, el cerebro responde a los estímulos adecuados
reconfigurando sus circuitos de diversas formas. Se crean nuevas
conexiones entre las neuronas, mientras que las conexiones existentes
pueden reforzarse o debilitarse, y en algunas partes del cerebro incluso
es posible que crezcan neuronas nuevas.
Esta adaptabilidad explica cómo fue posible desarrollar un oído
absoluto en los sujetos de Sakakibara, así como en el propio Mozart: sus
cerebros respondieron a la educación musical desarrollando ciertos
circuitos que permitieron el oído absoluto. Todavía no es posible
identificar con precisión qué circuitos son esos o decir cómo son o qué
hacen exactamente, pero sabemos que tienen que estar ahí y que son
producto del entrenamiento, no de algún programa genético innato.
En el caso del oído absoluto, parece que la necesaria adaptabilidad
del cerebro desaparece aproximadamente cuando un niño supera los seis
años de edad, de modo que, si la reconfiguración de los circuitos
requerida para el oído absoluto no se ha producido para entonces, ya no
se producirá nunca (aunque, como se verá en el capítulo 8, hay ciertas
excepciones que pueden mostrar mucho acerca de cómo las personas sacan
partido de la adaptabilidad del cerebro).
Con esta verdad en mente, volvamos a la pregunta inicial: ¿por qué
algunas personas son tan increíblemente buenas en lo que hacen?
A lo largo de los años que he dedicado a estudiar a expertos en
diversos ámbitos, he descubierto que todos ellos desarrollan sus
habilidades prácticamente del mismo modo en que lo hicieron los
estudiantes de Sakakibara: a través de un entrenamiento especializado
que provoca cambios en el cerebro (y a veces, dependiendo de la aptitud
en cuestión, también en el cuerpo) que les posibilitan hacer cosas que
de otro modo no podrían hacer. Sí, es cierto, en algunos casos la
dotación genética supone una diferencia, especialmente en áreas donde
son importantes la estatura u otros factores físicos.
A un hombre con genes para medir un metro sesenta y cinco de
estatura le resultará difícil convertirse en jugador de baloncesto
profesional, del mismo modo que a una mujer de un metro ochenta le será
prácticamente imposible triunfar como gimnasta artística de nivel
internacional.
Como se verá más adelante en este libro, hay otros aspectos en los
que los genes pueden influir en los propios logros, en particular los
que influyen en la probabilidad de que una persona practique con
diligencia y de manera correcta. Pero el mensaje claro derivado de
décadas de investigación es que, independientemente del papel que pueda
tener la dotación genética innata en los logros de las personas con
talento, su principal don es el mismo que tenemos todos: la
adaptabilidad del cerebro y del cuerpo humanos, de la que ellas han
sacado mayor partido que el resto.
Al hablar con esas extraordinarias personas, descubrimos que todas
ellas entienden esto en uno u otro nivel. Puede que no estén
familiarizadas con el concepto de adaptabilidad cognitiva, pero raras
veces respaldan la idea de que han llegado a la cumbre de sus
respectivos ámbitos porque eran los afortunados ganadores de alguna
lotería genética.
Saben lo que se necesita para desarrollar las extraordinarias destrezas que poseen porque lo han experimentado de primera mano.
Uno de mis testimonios favoritos sobre este tema proviene de Ray
Allen, un jugador de baloncesto profesional que ha competido en diez
ocasiones en el torneo All Star de la NBA , y el mayor lanzador de
triples en toda la historia de dicho campeonato. Hace unos años, la
columnista de ESPN Jackie MacMullan escribió un artículo sobre Allen
cuando este estaba a punto de batir el récord de lanzamientos triples.
Al entrevistarse con el jugador para preparar el artículo, MacMullan
mencionó que otro comentarista deportivo había dicho que este había
nacido con una predisposición especial para los lanzamientos; en otras
palabras, un don innato para los triples.
Allen no estaba de acuerdo.
—He discutido sobre esto con mucha gente a lo largo de mi vida —le aseguró a MacMullan—.
Cuando la gente dice que Dios me bendijo con un hermoso tiro en
suspensión, de verdad que me cabrea. Yo les digo a esas personas: «No
menosprecies el trabajo que dedico cada día. No algunos días. Todos los
días. Pregúntale a cualquiera que haya estado en un equipo conmigo quién
hace más lanzamientos. Vete a Seattle y a Milwaukee, y pregúntales. La
respuesta es que yo.»
Y de hecho, como señalaba MacMullan, si hablas con el entrenador de
baloncesto de Allen en el instituto, descubres que por entonces su tiro
en suspensión no era perceptiblemente mejor que el de sus compañeros de
equipo; en realidad era más bien flojo. Pero Allen tomó el control y,
con el tiempo, con trabajo duro y dedicación, transformó su tiro en
suspensión en uno tan elegante y natural que la gente suponía que había
nacido con él. Sacó partido de su don; su verdadero don.
Fuente: weforum.org
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