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Tanatología, crisis, pérdida, duelo y sentido de vida

por Luis Alejandro Hernández Ríos

“Y cuando te hayas consolado (uno siempre se consuela) te sentirás contento de haberme conocido”.

El Principito.
Antoine de Saint Exupery

Hoy día vivimos en un mundo en constante y acelerado cambio. Un mundo que pareciera dirigirse “quién sabe a dónde”, a través de un compacto, desenfrenado y caótico devenir, que nos conduce de crisis en crisis.
Que “nuestro mundo de hoy esté en crisis”, es algo que los medios, electrónicos o no, se han encargado de manifestarnos, cada vez más, con angustiante sazón. Nos encontramos en una época desafiante, donde lo viejo lucha por mantenerse y lo nuevo por manifestarse, una época marcada por la lucha constante que pareciera conducirnos a una vorágine sin fin.
Tenemos, entonces, ante nosotros un nuevo siglo en emergencia, que se está configurando en medio de la guerra, y que pareciera conducirnos a un destino no menos doloroso que el vivido durante el siglo anterior, diversas crisis nos asaltan y nos hacen ser dolorosamente conscientes de nuestra im permanente realidad. Y en medio de esta sucesiva cadena de crisis, las cuales muchas veces nos conducen a pérdidas más o menos significativas, de las que procuramos no darnos cuenta, pero que aun así recogen su inherente cuota de emociones y afectos, por más que no seamos conscientes de ello, nos preguntamos qué hacer.
Cotidianamente nos enfrentamos a la pérdida de lo establecido, de lo conocido, de la paz, de la economía, del poder adquisitivo, del empleo, de los valores, de nuestras creencias, de nuestros cariños, de nuestros ideales, de nuestros “mejores” años, de nuestros amigos, de nuestras parejas, de nuestra seguridad, etc. Un largo listado de pérdidas que seguramente cada uno de nosotros podemos ir construyendo de acuerdo a nuestra propia experiencia. Pero, ¿qué hacer para trabajar con tantas pérdidas? -la pregunta sigue en el aire. Y la que parece brindarnos ciertas respuestas, es la Tanatología, que contrariamente a la idea más popular generalizada, es una disciplina que no sólo se enfoca en la muerte física de un ser querido, sino en cada una de las pequeñas, o grandes muertes que acompañan a cada pérdida. Desde las más pequeña y trivial de ellas, hasta la de la transición de nuestra propia muerte en sí.
La Tanatología, una disciplina que nos confronta con la realidad de nuestra impermanencia y la de las cosas que nos rodean, impidiéndonos el no aquilatar los frutos de cada experiencia de pérdida, a través de un duelo consciente que nos permite asimilar las grandes experiencias que las acompañan.
Quizá este componente confrontante que no ofrece vía de escape, es lo que le ha ganado un lugar particular dentro de la psique colectiva como una disciplina no tan grata. Pero no por ella misma, sino por el recuerdo constante de nuestra impermanencia. Así, en sentido amplio, es una disciplina que no sólo se enfoca en los procesos de muerte y sus pérdidas asociadas, sino que también se ocupa de las pérdidas constantes a las que el actual mundo en crisis nos enfrenta día con día.
Esta disciplina sostiene que el vivir plenamente nuestras pérdidas, guardando un duelo adecuado por cada una de ellas, es vital para nuestro pleno desarrollo humano. Pues el no vivirlas en conciencia nos lleva inevitablemente a la enfermedad emocional o física, al mediano o largo plazo. Una herramienta que nos permite trabajar con nuestros propios duelos -que en ocasiones pareciera ser la única con la que contamos- es el rescate de nuestros sentidos de vida. Porque nuestras pérdidas, entre mayores y sorpresivas, nos parecieran un extraño sinsentido, una cruel jugarreta del destino que nos confunde y nos hace, muchas veces, perder la fe en lo hasta ahora creído.
Por ello, esto busca ayudarnos a rescatarnos de cualquier crisis que nos produzca pérdidas, ayudándonos a vivenciar nuestros duelos con honestidad y sentido de vida. Tarea no siempre fácil por lo dolorosa de su naturaleza, pero al mismo tiempo, completamente gratificante e integradora una vez que es completada. Cuando sólo entonces podemos comprender que el estar tristes es un trabajo del alma, una oportunidad, para separarse, para desasirse y poder continuar el camino de la vida, dando plenas, gracias a lo perdido por lo que significó su existencia, para nosotros, y por lo que nos enseñó.
La pérdida es algo que siempre acontece. Cuando aparece coloca al hombre ante la imagen de la finitud, ante la vivencia de los tiempos concluidos y la impermanencia de todas las cosas. La pérdida siempre ocurre. Es un hecho ineludible de la vida misma, y al tener que enfrentarse con lo cotidiano de la pérdida, el hombre se ha visto en la necesidad de preguntarse qué es la pérdida y cómo trabajarla, pues siempre nos toca y aunque tratemos de ocultarla, surge y nos avasalla.
La pérdida se aparece ante nosotros, comúnmente, como un acontecimiento inexplicable, sorpresivo y sorprendente las más de las veces, conmocionante y desbordante, increíble e imprevisible, pero sobre todo como una experiencia transformadora y violenta. Ante lo cual podemos reaccionar de mil modos, pero no podemos permanecer indiferentes. La pérdida siempre nos toca.
El hecho de que todos vivamos la pérdida de forma particular e íntima, hace que sobre la misma existan muchas creencias, inconscientes o no, públicas o privadas, que vuelven difícil su categorización, pero que a grandes rasgos podemos agrupar en: la pérdida como un sinsentido, la pérdida como un castigo y la pérdida como una oportunidad.
Quien vive la pérdida como un sinsentido es porque vive la vida como tal, como un flujo constante de eventos, más que experiencias, que no significan nada, o significan poco, y de las cuales poco se puede obtener. Una visión que nos permite aprender poco de la experiencia, pues poco se puede rescatar de un sinsentido.
La pérdida como un castigo es otra visión común, muchas veces fomentada por la creencia religiosa, en un dios creador personal y vengativo que tiene el tiempo de llevar a cabo la tarea de señalarnos cada una de nuestras faltas con una pérdida asociada a modo de escarmiento. Una visión que al dolor natural de la pérdida, le agrega un dolor aún mayor, por metafísico e incontrolable, que es el de saberse merecedor de dicho castigo, el de no estar en gracia con nuestro creador.
La visión de la pérdida como oportunidad nos brinda la capacidad de descubrir el mensaje oculto en ella, ese mensaje que surge de vivir la experiencia con plenitud y nos conduce a la comprensión íntima de nosotros mismos y nuestro camino en la vida.
Sin embargo, la visión de la pérdida como oportunidad no es algo sencillo de lograr cuando el dolor inherente a la misma nos nubla nuestra percepción. Se necesita valor para encararlo a través de un proceso de duelo que finalmente nos conduzca a sanar nuestra herida y a comprender el mensaje detrás de la experiencia, recuperando con ello nuestros sentidos de vida.
Pues toda experiencia de pérdida desencadena en el sujeto un proceso de duelo mediante el cual la persona elabora la privación de lo perdido.
En toda pérdida significativa inesperada, cada uno de nosotros transitamos por tres etapas diferentes: la sorpresa, el dolor y la despedida. A veces se mezclan, a veces nos detenemos en una, e incluso nos anclamos a ella; pero, para poder elaborar adecuadamente la pena de esa muerte, debemos transitar todas y cada una de dichas etapas.
La sorpresa es la reacción emocional ante lo inesperado. En ese momento revivimos de un modo inconsciente las “situaciones de sorpresa” de nuestra vida y no sólo reaccionamos por lo actual sino por todo lo pasado. El pasado se nos viene encima con la fuerza de lo postergado y no elaborado.
Ante una pérdida inesperada quien no se sorprende no se está permitiendo tener una vivencia natural y necesaria, cuya finalidad consiste en darle tiempo al propio psiquismo para asimilar la información sin quebrarse ni partirse.
Por lo tanto la sorpresa es una vivencia necesaria, como una herramienta que se utiliza ante una situación inesperada, desbordante y dolorosa.
Luego del primer momento de sorpresa comienza el dolor y el sufrimiento.
Ante una pérdida significativa reaccionamos en cuerpo y alma. Se produce una conmoción intensa y prolongada que luego, a veces, se silencia, pero que no desaparece.
Esta experiencia de sufrir es necesaria porque nos enfrenta con nosotros mismos, con nuestras limitaciones, con el valor de lo perdido, pero también con el hecho de que seguimos aquí, de que seguimos vivos.
Quien sufre ante un pérdida significativa, quien responde en cuerpo y alma, está dejando emerger el desgarrón interior que le produjo la pérdida, y al ponerlo en un grito, ya está dando el primer paso para sanarlo.
El proceso de duelo en el cual se sana la herida que produjo la pérdida puede durar mucho tiempo, y así debe ser.
Durante esa época pasamos por distintos estados emocionales: bronca, odio, culpa, pena, tristeza, exaltación, añoranza, negación, etc. Todos ellos son normales y necesarios, aun la rabia por sentir la pérdida como una injusticia.
A medida que el tiempo pasa, la herida va cicatrizando y nosotros vamos logrando acercarnos, sin tanto sufrimiento, al recuerdo de lo perdido, con extrañamiento, sintiendo la falta, pero pudiendo vivir con ello.
Cuando se produjo la pérdida entramos en crisis y ahora es necesario repararnos. Nos sentimos inútiles y desgraciados y tenemos que recuperar la confianza en la vida, volver a pararnos y a caminar sin miedo.
Cuando perdemos algo amado podemos caer en la depresión. Todo el transcurrir del proceso depresivo podemos dividirlo en las etapas del ver, del comprender y del concluir.
Durante la etapa del ver nos enfrentamos a la noticia de la pérdida, una experiencia que intentamos negar pero que, por más que dilatemos, finalmente se impone el reconocimiento y la aceptación de lo perdido.
Y así transitamos hacia la etapa del comprender, donde toda nuestra energía está puesta en elaborar la pérdida y lo que perdimos con lo perdido. El tomar conciencia de qué significo lo perdido para nosotros, lo que se llevó con su partida y lo que tenemos que aprender de la experiencia. Claro que en este proceso sufrimos y nos contactamos con el dolor, pues es a través de ellos que tomamos conciencia de nuestros aspectos hasta ahora desconocidos. De tal manera que el comprender nos vuelve más libres.
Llegamos así al final del proceso donde terminamos de separarnos, de repararnos y de pararnos. Dejamos atrás lo perdido para hacer espacio a nuevas experiencias, reconstruyendo nuestra autoestima y comenzando a sostenernos por nosotros mismos.
En toda relación vincular hay amor y apego. El amor es entrega, libertad y crecimiento, mientras que el apego es dependencia. Con cada pérdida es nuestro apego el que entra en crisis. La pérdida es sentida porque, en gran medida, fundamos nuestra felicidad en depender de lo que ya no está. Olvidamos que somos seres libres que debemos realizar nuestra vida sin interferencias y sin estar atados a ilusiones y temores.
Apego significa miedo a perder lo que me protege, da identidad y seguridad, porque sin ello me siento desamparado.
Ante cada pérdida deberíamos ser capaces de estar preparados para decir adiós a lo ido, porque está siguiendo su propio camino. Si realmente amo, estoy pleno de lo amado y por lo tanto lo dejo ir, pues no quedo carente. Si no estoy colmado de lo amado es porque en realidad no lo amo, sólo siento apego, por ello no permito la partida, pues mi egoísmo y temor de orfandad no me deja.
Sólo el amor cura el apego, sólo el amor puede hacernos superar el dolor. Así que preparémonos para amar profundamente en libertad y desapego.
Luego del desgarrón y el desapego, comienza la tarea de decir adiós de un modo sostenido. Decir adiós no significa olvidar, sino cortar las amarras con lo ido que nunca debieron haber existido y que sólo se revelan hasta el momento de la separación.
Romper de este modo implica vivir el presente, pues tras la pérdida es lo que nos queda.
Para lograrlo es necesario: 1) Conocer lo sucedido, enfrentándolo no como quisiéramos, que hubiese sido, sino como realmente fue, 2) Perdonar y perdonarse, ya que en realidad no hay nada que perdonar y 3) Asimilar el sentido de la experiencia vivida.
Por ello, la experiencia de pérdida no debe vaciar sino llenar de sentido nuestra existencia. Hacernos ver aspectos que antes no veíamos, aristas que antes no sentíamos, trazar proyectos que antes no soñábamos.
En esta búsqueda de sentido que nos permite decir adiós sin olvidar, uno percibe que cualquier pérdida nos brinda una fuerza poderosa y creativa.
Cuando una pérdida significativa acontece, plantea una doble tarea: descubrir el sentido de esa pérdida en nuestras vidas y hacer el duelo por lo que se ha ido.
Este trabajo, de aprendizaje y despedida, realiza un recorrido por un camino que se inicia en el momento de tener que enfrentar la noticia y circula, idealmente, hasta el regreso a la vida, de la cual nos habíamos alejado por el dolor de la depresión y la angustia que la muerte nos había causado. Entre ambos puntos pasamos por todas las estaciones del sufrir a la congoja.
Este es el camino, de alguna manera, un encuentro arquetípico, en el sentido de que todos los seres humanos sometidos a esta experiencia caminamos estos caminos. Cada arquetipo con el que nos enfrentamos plantea un miedo a vencer, una tarea a concretar y un aprendizaje a realizar. Son, en resumen, enseñanzas de vida.
Y para recorrer este camino con conciencia y detenimiento es que la Tanatología nos apoya. Ayudándonos a transitar por las crisis y las pérdidas de la vida, al mostrarnos un camino lleno de significado y sentido de vida. Algo muy necesario en este mundo en crisis.

II Congreso de Mexicano de Logoterapia, realizado por la Sociedad Mexicana de
Análisis Existencial y Logoterapia, A.C. el mes de Junio de 2003.

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