El comedor que en 15 años le cambió la cara a una villa
29/08/11 – Publicado en Clarín
Los Piletones de Margarita Barrientos. Todos los días prepara 1.500 platos de comida en Soldati, en una de las zonas más necesitadas de la Ciudad. Con ella, que tiene una dura historia de vida, colaboran sus hijas y vecinos voluntarios.
GENEROSA. MARGARITA, EN EL COMEDOR LOS PILETONES, DONDE TODOS COLABORAN PARA DAR DE COMER.
Cuando era chica, en Santiago del Estero, su mamá siempre ponía un plato de locro de más en un puesto vacío de la mesa familiar. Una vez, Margarita se quedó con hambre y se lo pidió. “No, ese plato es para Dios”, le dijo la madre. Hasta que un día descubrió que la comida extra era para alguien que la necesitara, generalmente linyeras que caminaban por la ruta cercana. Hoy, a punto de cumplir 50, Margarita Barrientos pone 1.500 platos para quienes los necesitan en la mesa del comedor Los Piletones, un proyecto que mejoró la calidad de vida en la villa de Soldati.
“Empezamos hace 15 años, el 7 de octubre de 1996, dándole de comer a 15 niñitos y un abuelo –recuerda Margarita–. Isidro, mi esposo, salía a las 4 a cirujear con un carro a caballo. Iba a panaderías, que le daban facturas y pan del día anterior y algo de miel. Con eso dábamos el desayuno. La primera comida caliente que ofrecimos fue una vez que Isidro trajo una bolsa de papas. Compramos carne picada e hicimos un pastel”. Al principio, armaban mesas a la intemperie con puertas sobre caballetes. Después construyeron un galpón. Y ahí siguen viviendo.
¿Por qué ese impulso de dar de comer a sus vecinos, tan pobres como ellos? “No lo pensamos: nos salió de adentro –dice Margarita–. Siempre fui una persona de hacer cosas y de ayudar al prójimo. Tal vez porque me crié en un lugar donde faltaba todo y lo poco que había se compartía”. Margarita se crió en el campo, cerca de Añatuya. Cuando tenía 11 años, su mamá murió. “Creo que eso es lo peor que le puede pasar a una persona chica –reflexiona–. Eramos once hermanos, pero con nuestros padres vivíamos Martín, de 13 años; Nilda, de 7, y yo. Después de lo de mamá, nuestro padre, que era carbonero, nos llevó a un obraje y dijo que nos iba a ir a buscar más tarde. Nunca volvió”.
Durante algún tiempo, los tres hermanos vivieron en un ranchito, cazando iguanas, conejos, perdices y palomas en el monte. Hasta que apareció un tío y les dijo que le iba a avisar al comisario para que los buscara. No le dieron tiempo. “Nuestra única herencia eran dos yeguas –cuenta Margarita–. Martincito las ensilló y nos fuimos. El, a buscar trabajo, y nosotras, a Añatuya. En el pueblo, le dije a Nilda que fuera a pedir tortilla a un rancho y salí corriendo. Fui hasta la estación y me subí al primer tren que iba a Buenos Aires. Con ella recién me reencontré en 1999, porque me reconoció en el programa de Mirtha Legrand”.
El hermano mayor de Margarita, Ramón, vivía en José C. Paz y ella fue a buscarlo. Cuando llegó a Buenos Aires le indicaron qué tren tomar y le dijeron “Bajate cuando veas el arco de José C. Paz”. “Llegué y, como me pasé, me tiré del tren –cuenta–. Me desperté al otro día, en el hospital Raúl Castex de San Miguel. Creía que había muerto, porque estaba rodeada de gente de blanco. Me había tragado los dientes y tenía dos costillas rotas. La Policía encontró a Ramón, que vino a verme. Me fui a vivir con él y su mujer, que me llevaba a trabajar con ella. Limpiaba casas y cuidaba chicos. Un año después, Ramón se cayó de un cuarto piso y sobrevivió un año más hasta que murió. Ahí se me volvió a terminar todo lo que tenía”.
Fue entonces que conoció a Isidro Antúnez, su compañero y padre de sus doce hijos, incluyendo a tres adoptados. Antúnez era chofer, hasta que tuvo un accidente con un camión volcador y perdió un brazo. Y Romina, la hija mayor de la pareja que hoy tiene 33 años, enfermó de meningitis. Para pagarle las tomografías, tuvieron que vender la casita en la que vivían en José C. Paz. Se mudaron a la villa, en Soldati, que a mediados de los 80 era campo. “Todo lo que teníamos eran dos bolsas de ropa y una de ollas y platos. Primero alquilamos una piecita y después nos vinimos a este lugar, que era un ranchito de chapa. Vivíamos de lo que cirujeábamos en la quema”.
Hasta que un día se dieron cuenta de que había gente aún más pobre que ellos y quisieron ayudarla. “Isidro conseguía verdura y papa y mi hija pedía en la carnicería cebo y garrón, para la sopa. Comprábamos carne picada y falda y el carnicero siempre nos daba un poquito más”, cuenta Margarita, que hoy dimensiona la crisis económica porque cada vez va más gente al comedor.
Todos los días, la actividad empieza a las 5.30, cuando Isidro prende la cocina y pone a hervir el agua para los 25 kilos de leche en polvo que usan por desayuno. A las 6.45 llegan 30 mamás del barrio, que colaboran como voluntarias. Y a las ocho aparecen los chicos, que se llevan 280 jarras de leche. Después, entre las 11.30 y las 13 sirven el almuerzo a todo aquel que se acerque al comedor.
“Multiplicamos la comida –confiesa Margarita–. Hacemos guisos, milanesas, estofados y sopa. Compramos $ 2.500 de carne y $ 1.200 de verdura y fruta por semana. El Gobierno porteño nos da un subsidio dos veces por año y manda carne y pollo a diario y, una vez por mes, alimentos secos. También recibimos donaciones de gente común. Pocos empresarios colaboran: los pobres son los que más ayudan”. Ahora la cocina está a cargo de las voluntarias y algunas de las hijas de Margarita. Y ella se ocupa de la organización. Un trabajo ad honorem que puede realizar junto a su marido gracias a que sus hijos los mantienen. “Yo consigo comida y ayuda para que la gente pueda comer todos los días. A veces pienso que me convendría más cocinar”, bromea.
Desde hace 15 años Margarita tiene una tradición. Todos los 7 de octubre sirve pastel de papas, para recordar como empezó todo. “No teníamos nada, pero la ilusión era mucha –recuerda–. Todo se ha logrado con mucho sacrificio”.