Podemos
definir al humano como aquel lugar donde se dan cita dos movimientos
cósmicos de dirección contraria: uno centrifugo, biológico y evolutivo que
corresponde a la emergencia de nuevas complejidades cuya cima es la
autoconciencia y otro centrípeto, recursivo y replegado hacia dentro hasta la
conciencia basal y la infraconciencia. Ambos mundos tanto el de dentro
(inconsciente) como el de afuera (cosmos) se consideran infinitos (Stern) y se
confunden ambos en la máxima esóterica “lo que está arriba se corresponde con
lo que está debajo”.
Emergentismo significa algo distinto a causación,
significa que una estructura biológica más antigua es la que sirve de soporte a
la más moderna en términos de filogénesis, pero no implica causalidad directa.
El cerebro mamífero es una emergencia del cerebro reptiliano pero no es
consecuencia de aquel, sin embargo no hay cerebro mamífero sin un soporte de
cerebro reptiliano, en este sentido el emergentismo es acausal. Se trata del
concepto acuñado por Stern como causación ascendente: la evidencia de que la
evolución tiende a “construir” modelos y diseños biológicos cada vez más
complejos, aunque en correspondencia no puede desdeñar los antiguos modelos ya
caducados y tiene que conformarse con mejorar estos modelos sobre la
“maquinaria” preexistente.
La evolución no puede operar hacia atrás, está
obligada a seguir “la flecha del tiempo” que siempre apunta hacia el futuro,
pero paradójicamente el hombre es un ser histórico es decir conserva memoria de
lo que fue e intentó ser y además guarda una cierta conciencia de continuidad,
una continuidad que trata de preservar mediante toda clase de maniobras
defensivas que le alejen de su ansiedad de aniquilación: aquella que procede
del no-ser o no-Yo, mientras trata de convivir con sus propios modelos
mitológicos que se situan en un tiempo no-histórico, “cuando entonces” que le
devuelven una idea y una cosmogonia que muchas veces se constituyen en el
núcleo invariable de su ser, en su condición inicial. Una pregunta que habría
que hacerse en este momento teniendo en cuenta la causación ascendente cuyo
paradigma es el emergentismo es entonces: ¿Hacia donde se dirige la evolución,
tiene algún sentido esta emergencia cada vez más compleja de nuevos diseños?
Suele decirse que la evolución carece de planes y es cierto porque no hay –en
teoría– una conciencia evolutiva que pueda planear la dirección de su
desarrollo, la evolución se limita a beneficiar a aquellos genes que han
demostrado su “buen diseño” y a penalizar a otros, sin embargo existen pruebas
que demuestran que la evolución no ha terminado (Heidegger, Ayala), dicho de
otra forma: que estamos “a medio hacer” y que el hombre es un modelo
inconcluso, en suma que la evolución no ha terminado.
Una respuesta a este dilema de la perpetua afinidad de
la materia hacia niveles de mayor y mayor complejidad podría proceder del mundo
del átomo: por qué el cloro tiene tanta afinidad por el sodio puede explicarse
eléctricamente, pero -en términos más genéricos-, la pregunta sería ¿por qué
los átomos tienen la manía de entrelazarse formando moléculas?
Se trata de un contramovimiento que busca la simetría
rota, los átomos tienden a unirse formando moléculas porque el universo está en
expansión constante, una expansión que no ha cesado desde el big-bang original,
la suprema asimetría o el Absoluto desorden. Dicho de otra manera: la materia
tiende a agruparse oponiéndose a la fuerza expansiva del universo en busca de
la simetría perdida. La secuencia cósmica sería la siguiente:
desorden ————–orden—————— desorden
En el otro extremo del modelo de Stern se sitúa el
titulo de este articulo: “El infinito interior” una correspondencia interna de
dirección contraria a la causación ascendente y en ese cuello de botella que
forman ambos mundos (el de afuera y el de adentro) se sitúa el hombre, su Ego y
el aquí-y-ahora. El sentido individual del hombre procede pues una doble
emergencia, por una parte es el resultado de la complejidad evolutiva de una
especie de primate que adquirió conciencia de sí, y en el otro lado es el
desarrollo de una subjetividad arrancada a la conciencia basal común con los
animales. En este sentido existe un paralelismo casi siempre asimétrico, de su
ubicación en el mundo, el hombre es el resultado tanto de su condición
biológica y cultural (causación ascendente) y de los elementos que ha ido
arrancando a la subjetividad, elementos que pertenecen a su inconsciente
arcaico, tanto colectiva como individualmente. Al mismo tiempo sabemos que los
sistemas de mayor complejidad “incluyen” aunque no “son causa” de los sistemas
de una complejidad menor. Dicho de otro modo, desde una mayor complejidad
(autoconciencia) pueden derivarse efectos tanto en el mundo físico como en el
mundo de menor complejidad. Es decir que la autoconciencia puede influir en lo
biológico, un fenómeno que se conoce con el nombre de causación descendente.
La autoconciencia y su desarrollo son pues no
solamente tareas relacionadas con el destino evolutivo del hombre
(transhumanización) sino también una herramienta para la armonía y la salud.
Este camino que Huxley llamó transhumanización y Jung individuación trata de
recuperar el centro del ser, que no se ubica en el Ego sino en el Si-mismo, el
centro de los centros, el centro que es individuo y que al mismo tiempo es
cosmos-en-el-individuo. El Ego es el centro de la persona (prosopon) o máscara
es decir un constructo puramente social y en cierto modo adaptativo que en
efecto es necesario para sobrevivir en un mundo habitado por y para depredadores.
El sí-mismo por el contrario es el centro del individuo y al mismo tiempo es el
centro del cosmos, a ese viaje desde el Ego hasta el sí-mismo se le conoce
–desde Jung– con el nombre de camino de individuación.
La enfermedad, sobre todo las enfermedades mentales y
psicosomáticas pueden considerarse como el resultado de una asimetría y no solo
como una inadaptación como suele concebirse hoy la enfermedad mental olvidando
que muchas enfermedades y sufrimientos se producen por un exceso de adaptación
a las normas y expectativas sociales. Esta asimetría da lugar a un
desequilibrio fundamental, una disarmonía que es el equivalente de la
disarmonía cósmica que nos representamos físicamente como una simetría rota;
suele decirse y es verdad que el desarrollo tecnológico y científico ha ido más
rápido que el movimiento del hombre hacia su interior, este desequilibrio da
lugar a una asimetría evidentemente disarmónica y esta asimetría es la
condición del sufrimiento humano. La enfermedad mental no es solamente de causa
inadaptativa sino un desvarío óntico, es decir que afecta conjuntamente al
centro de la persona (Ego) y al centro del ser (si-mismo).
Una de las características del centro del sí-mismo es
que es al mismo tiempo centro también del universo donde se dan cita pues otros
centros, cualquier desvarío o cataclismo en ese centro repercute en el universo
entero. Hasta tal punto la afirmación anterior es cierta que es predecible que
a un hito fundamental de los desarrollos tecnológicos o científicos se sigan verdaderos
desordenes colectivos e incluso fenómenos naturales catastróficos. Cualquier
hito científico o técnico supone una nueva ruptura de la simetría (estabilidad
u orden) alcanzada que no encuentra correspondencia en el mundo interior del
hombre colectivamente hablando, siendo evidente que la velocidad con que se
propagan los desarrollos tecnológicos es superior a la velocidad con que el
hombre inicia su camino de descenso interior. Entre este tipo de eventos
pulsátiles se han señalado la emergencia de la agricultura, la imprenta, el
alfabeto, el descubrimiento de la penicilina o incluso la “Perestroika”. Cada
uno de estos hitos de desarrollo social, técnico o científico han venido
acompañados de periodos de intensa desorganización social, como si el colectivo
humano o los elementos hubieran enloquecido de repente.
Si el hombre posee subjetividad es a partir de una
nueva emergencia biológica que le es propia: la autoconciencia, un estado de
sobreelevación de la conciencia desde la que es posible observar la conciencia
basal. La autoconciencia es un repliegue de la conciencia que nos permite no
sólo saber (o conocer o aprender) algo que compartimos con muchos animales sino
“saber que se sabe”, o saber algo acerca de cómo se sabe, una función que es
representativa y única del genero humano contando incluso a las ramas de
homínidos ya desaparecidas, como el Neandhertal que ya poseía un esbozo de
autoconciencia, algo que sabemos a partir de sus ritos funerarios fosilizados.
Con todo no hay que confundir la autoconciencia con la hipertrofia del
subjetivismo o autoreflexión, algo que suele suceder: la autoconciencia es
abundante, opera por descarte [resta!] y se caracteriza por su simplicidad,
mientras que el subjetivismo y su hipertrofia es compulsivo, complejo, confuso
y opera por acumulación. Más tarde volveré sobre esta distinción.
Si la dirección hacia fuera es llamada causación
ascendente, la dirección hacia dentro se conoce con el nombre de causación
descendente e implica la conexión del cerebro humano con los fenómenos
biológicos puros, aquellos que son producto biológico pero que se encuentran
entrelazados con el cerebro (aunque no sean directamente causados por él). Este
concepto de causación descendente implica que el cerebro puede controlar los
mecanismos neurovegetativos que se hallan implicados en múltiples desordenes
somáticos y por esta razón la causación descendente es de un enorme interés
para la medicina porque supone de hecho aceptar que mediante determinadas
técnicas que tienen en común un entrenamiento concreto se pueden curar o al
menos modular determinadas enfermedades o sufrimientos. Podemos afirmar
entonces que el estudio de la autoconciencia está relacionado directamente con
el paradigma médico. Esta es la razón por la que muchos médicos propongan el
desarrollo y exploración de la autoconciencia como método terapéutico, a través
de tecnologías originalmente espirituales como la meditación o el yoga o en el
mundo occidental desde que Freud descubriera el inconsciente y con él una forma
de terapia que se conoce con el nombre de psicoanálisis cuyo paradigma
terapéutico es el cultivo del insight (el darse cuenta). Pero
existe otra razón para proponer un determinado ejercicio de la autoconciencia
como método curativo, me refiero a la búsqueda de armonía o por decirlo en los
términos que vengo utilizando hasta ahora una búsqueda de simetría. Esta
búsqueda no solamente es un ejercicio sanitario e higiénico de indudable
interés sino un mandato cósmico.
Si el hombre es en sí un cosmos y contiene en él una
parte del Cosmos entero es evidente que la ruptura de la simetría en el cosmos
influirá indudablemente en él, tanto a nivel colectivo como individual, si el
hombre halla su propia simetría, pasando de un cierto numero critico, es
evidente que esa suma de armonías encontradas de forma individual sumarán la
suficiente energía para invertir un proceso de desarmonía cósmica. Esta es una
gran esperanza que merece la pena explorar.
El número o masa critica es un concepto de la teoría
del caos muy interesante que nos recuerda que el destino del mundo (el cosmos)
es indisoluble de los destinos individuales de los sujetos (en tanto que el
cosmos carece de conciencia en sí mismo sino que la halla en el hombre) y que
refuerza la idea de que la evolución no ha terminado tal y como suponía
Heidegger. Todo parece suponer que la evolución se dirige (si alguien no lo
remedia) hacia una nueva forma de complejidad que algunos ya han llamado el
hombre cósmico (Rojo Sierra 1999), una forma de transhumanización que
convertirá al Sapiens en una entidad super-autoconsciente, pero que al mismo
tiempo viaja de la mano de un peligroso compañero de viaje: la hipertrofia de
la razón, algo que puede hacer peligrar el destino de la nueva entidad y que
por el contrario puede hacer derivar a la especie humana hacia su
autodestrucción.
La asimetría cósmica tiene un correspondencia concreta
(en este caso anatómica y funcional) en los seres humanos se trata de la
asimetría interhemisférica, de donde procede la falta de armonía a nivel
individual. Como se sabe el hemisferio izquierdo está especializado en el
pensamiento lógico, instrumental, lógico, serial y temporal, mientras el
hemisferio derecho es gestáltico, icónico, intuitivo, opera en paralelo y es
atemporal, ambos hemisferios se encuentran conectados por un grueso cordón
llamado cuerpo calloso, pero existe en el hombre una significativa hipertrofia
del hemisferio izquierdo que supone de hecho una asimetría con correlatos
cognitivos, afectivos y conductuales. Esta asimetría es el origen de no pocas
calamidades en los humanos de estirpe emocional, tanto es así que se supone que
las enfermedades mentales incluyendo a la esquizofrenia tienen que ver con esta
asimetría, como también otros desordenes – que proceden de la ambigüedad
hemisférica- la dislexia y otras. Las razones de esta hipertrofia del
hemisferio izquierdo son evolutivas, en primer lugar se supone que el mayor
desarrollo instrumental de la mano derecha inició esta asimetría, y más tarde
la aparición del lenguaje fortificó esta hipertrofia, por no hablar de la
aparición del alfabeto (Schlein) que terminó por desplazar al hemisferio
izquierdo todas las estructuras del lenguaje (área de Broca y Wernicke), algo
comprensible si recordamos con qué mano escribimos y como leemos lo que escribimos
(de una forma serial, excepto los chinos) forzando más y más nuestra capacidad
de abstracción y bloqueando o mejor enmudeciendo el hemisferio derecho.
Escribir (y antes de eso trabajar con las manos) es
probablemente el proceso que más ha influido para configurar el cerebro del
sapiens actual. Hay que recordar que la escritura se opone tanto a la tradición
oral (el cuento) como a la tradición de la imagen (icono) y no hay más que
recordar la historia de la humanidad para entender como escritura e imagen se
han batido continuamente en un duelo a veces sangriento para asegurar su
hegemonía en el modo de representación mental. El culto a la diosa, a la
agricultura, a la tierra y la fusión con el medio ambiente de los entornos
humanos originales, la ahistoricidad y el mito fueron sustituidos por el culto
a un Dios sin imagen, masculino, innombrable y vengativo, inventando al mismo
tiempo el libre albedrío, la historicidad y la individualidad. Existen
evidencias de que el hemisferio izquierdo, la escritura, el patriarcado y la
guerra se encuentran relacionados con la hipertrofia del hemisferio izquierdo
en el género humano, mientras que el igualitarismo, la ternura, la intuición y
el altruismo se relacionan con el hemisferio derecho.
De entre todas las emergencias evolutivas la
organización social es la más débil e imperfecta de todas ellas y quizá por
ello la que ha merecido más atención por parte de los reformadores. Casi todos
los hombres notables – dotados de una intensa autoconciencia – han intentado cambiar
el mundo y nos han legado códigos, leyes, religiones que son sobre todo
preceptos para la vida en común y en menor grado instrumentos para la
comprensión del cosmos. Sin negar las buenas intenciones de estos individuos
extraordinarios hay que concluir que sus legados fueron traicionados
inmediatamente después de su muerte por los revisionistas y que propiciaron
reformas, contrareformas y persecuciones de sus herederos casi siempre
traicionando el espíritu de aquellos reformadores en un continuo movimiento
histórico de vaivén donde la armonía social ha sido la excepción en una
sucesión de guerras, actos de pillaje, dominio y genocidio, repitiendo la
secuencia de orden y desorden aunque casi invariablemente llevando el nuevo
orden alcanzado tumultuosamente a un nivel de experiencia intrapsíquica mucho
mayor, es decir a una hipertrofia de la reflexión, es necesario decir ahora que
el hombre autoreflexivo, inteligente y competente no es menos vulnerable al
sufrimiento mental, a la alineación o a la anomia que el inculto, primitivo o
arcaico hombre agrícola del Neolitico. En este sentido es necesario aclarar que
la dirección que la razón propusiera para el hombre: el aumento de la cultura,
la educación gratuita y la sanidad en condiciones de igualdad, -ideales de la
modernidad- no han resuelto ni de lejos los problemas eternos del hombre, es
cierto que han mejorado nuestra vida pero han creado otros demonios y otra
clase de sufrimiento.
Dicho de otro modo el orden que se alcanza después de
un periodo de desordenes es jerárquicamente distinto a las condiciones
iniciales y además: estas secuencias de orden y desorden social son cada vez
más rápidas y frecuentes.
Sí es cierto que muchas de las reformas han puesto el
énfasis en “lo social” como entorno de convivencia y que aquellas tradiciones
se han asociado con la gestión de lo colectivo, es decir sobre las dificultades
de la convivencia, hemos de concluir que esta vía – en cierto modo- ha
fracasado si nos atenemos a las dificultades y a la hostilidad del mundo actual
donde ni de lejos hemos llegado a una definitiva armonía en la convivencia. No
necesitamos más experimentos sociales o políticos de reforma, ya sabemos que
esa vía es un camino de extravío obligado y que no vale la pena insistir en
ella. La secuencia esperable en cualquiera de los actos de esta tragedia es la
siguiente: después de una tiranía hay un periodo de desorden, con una
repercusión favorable de orden subjetivo que será sustituido al poco tiempo por
otra tiranía distinta cualitativamente (en el mejor de los casos) a la anterior
pero no menos maligna por invisible. Los periodos de cambio son caóticos con
agrupamientos de catástrofes simultaneas y sincrónicas en todo el cosmos que
dan lugar a nuevos avances tecnológicos que a su vez proponen un nuevo orden
económico y político que… y así sucesivamente.
Si a ello unimos la deriva social relacionada con la
internalización de la tecnología (y en menor parte de la ciencia) como ídolos
colectivos, tecnología o ciencia que se constituyen en expectativas irracionales
sobre el bienestar individual aunque no se comprendan íntimamente y solo “se
usen”, entenderemos que la humanidad se ha extraviado en esa búsqueda de
acumular bienes o bienestar y que la búsqueda individual se haya malogrado
entre un laicismo alienante y una expectativa irracional sobre las
posibilidades de la ciencia y el progreso en su conjunto que parecen haber
sustituido a la idea de Dios en el imaginario colectivo y con él a un deterioro
del arquetipo, del mito y del la idea de eternidad.
Estoy persuadido de que caducadas las reformas
sociales y las esperanzas colectivas solo nos queda esperar que el hombre como
“bios” individual consiga trascender su condición de simio pensante y cada vez
más y más individuos consigan tomar conciencia de su autoconciencia a fin de
traspasar el punto o masa critica necesarias para cambiar a su vez el cosmos.
Es una expectativa que se conoce con el nombre de nueva era.
Contradictoriamente con esta idea el hombre actual
está muy poco entrenado para utilizar su autoconciencia y la razón procede de
dos clases de razones: carecemos o desconocemos las tecnologías espirituales
para este desarrollo y además el individualismo –aunque es la regla– está mal
visto entre nosotros. Todo parece estar preparado para una socialización
aberrante que excluya el camino interior, una socialización que está basada en
la represión y en el disimulo. No solo renegamos de la muerte sino que
sospechamos de que detrás de un individuo autoconsciente se esconda un enemigo,
un exegeta de alguna religión o un extravagante asocial. ¿El resultado? La
mayor parte de la población no ha tenido una experiencia espiritual en su vida,
son los mismos que han sustituido su “hambre de ser” por un feroz apetito
faustico de quererlo todo o de al menos “aparentar tener” si no se puede llegar
a tener lo que se ambiciona.
Imbuidos de la falsa idea de que la ciencia puede
conseguir cualquier cosa y que además el hombre puede elegir de entre un menú
desplegable cualquier opción, los humanos nos planteamos y sufrimos si no
podemos tener el cuerpo que ambicionamos, la posición social, el sexo o la
salud que “se nos debe”. Esta falsa expectativa que emerge de una determinada
concepción de una sociedad protectora y asistencial donde el hombre se siente
fundamentalmente como portador de derechos, plantea numerosos dilemas éticos y más
allá de eso dilemas existenciales que de no encontrar cobertura social o
política, es decir una legitimación de tal demanda, se convierten en malestares
específicos y en síntomas psiquiátricos. Piénsese por ejemplo en la explosión
de trastornos alimentarios entre la población adolescente. ¿Sería posible esta
epidemia en un tipo de sociedad donde el individuo no sintiera que modelar el
cuerpo a su capricho representara un derecho fundamental de su existencia?
Naturalmente el que así piensa está equivocado, pero
desde la ciencia se da precisamente el mensaje contrario, no hay más que ver
como la cirugía estética se ha universalizado electivamente para empezar a
entrever una de las claves de este conflicto: ¿podemos o no podemos tener el
cuerpo que deseamos? Este deseo frankesteniano de defragmentar el cuerpo y unir
después sus trozos a voluntad es una emergencia de una sociedad donde
técnicamente casi todo es posible y donde nadie ha enseñado a los usuarios de
que aunque sea posible no es ni saludable, ni ético, ni demasiado importante el
tener un físico determinado. Desplazar el énfasis desde el tener o poseer hacia
el Ser es decididamente la solución a este conflicto pero nuestra sociedad está
demasiado penetrada por este deseo para que podamos neutralizarlo solo con
palabras, en este sentido estoy seguro de que la superación quirúrgica de las
actuales técnicas van a propiciar a largo plazo sufrimientos individuales más y
más refinados que llevarán al esperpento a la propia técnica por no hablar de
los dilemas que sobrevendrán a partir de la reproducción artificial.
La mayor parte de la población tiene una
autoconciencia embrionaria, muy poco desarrollada. Es evidente que casi todas
las personas poseen cierta capacidad recursiva, es decir saben algo acerca de
ellos mismos, y sobre todo autoreflexiva: plantearse problemas que no existen,
pero estas capacidades no son ni de lejos suficientes para utilizar esta
energía en cambiarse a si mismos ni para cambiar su entorno, sin embargo la
capacidad adaptativa de la autoconciencia está conservada. Basta observar las
maniobras que hacen las personas para negar – por ejemplo- sus debilidades con
el alcohol para darse cuenta de que no se trata tan solo de un caso de
“negación” o de pulsión suicida diferida. Más que la adicción por si misma la
mayor parte de los alcohólicos no “saben que beben en exceso”, es decir su
autoconciencia es muy débil, tanto o más que su adicción.
El “darse cuenta” (“Conócete a ti mismo”) no es la
máxima que rige las vidas de nuestros conciudadanos sino más bien “posee lo
máximo que puedas”. El resultado de este empobrecimiento es que la propiedad
recursiva de la conciencia del sapiens se encuentra muy poco desarrollada más
allá de sus usos sociales en comparación con los adaptativos (luchar, competir,
engañar o disimular).
El viaje hacia el interior es la única manera de
fortalecer la autoconciencia. Curiosamente la autoconciencia se forma en un
movimiento de vaivén: a cada movimiento de descenso se corresponde un
movimiento de ascenso, como si ese aprendizaje rebotara en la conciencia basal
en relación a la profundidad alcanzada y como en una cama elástica relanzara al
operador hacia arriba en un movimiento de ganancia de autoconciencia. El
descenso –sin embargo– no carece de peligros. El extravío en las profundidades
de la conciencia basal o las psicosis inflacionarias son dos de los riesgos que
hay que tener en cuenta cuando iniciemos este viaje al infinito interior cuyas
etapas a continuación propondré. El tercer peligro es la adoración de falsos
dioses, algo que en mi opinión representa el riesgo más frecuente del descenso
a los infiernos y que probablemente ya esté afectando a los pioneros de la
nueva era.
ITINERARIO PARA UN DESCENSO
Utilizaré la metáfora del descenso en oposición a la
expectativa instrumental de ese viaje que es precisamente el efecto opuesto: el
ascenso de la autoconciencia. Existe además otra razón para proponer esta
metáfora y es la conocida idea del infierno, algo que se encuentra relacionado
con las mitologías clásicas que sostienen nuestra cultura y por tanto nuestras
creencias y que de rebote también se encuentra entre la historia de las ideas
cristianas. Somos – nuestra cultura– un hijo de Helena e Israel, nuestros
padres que nos proveen de mitologias, leyendas, historia y creencias ricas y
proteiformes y es mi intención referirme a ellas para ilustrar mis argumentos
en torno a este descenso.
Los griegos no tenían un concepto de “infierno” tal y
como nos ha legado el cristianismo, los hebreos tampoco. El Hades para un
griego carecía de matices dramáticos, allí no había fuego, ni castigos o
penalidades, se encontraba ocupado por las almas (espectros) que poblaban la
mayor parte del mismo pero que no sufrian porque habían bebido “el agua del
olvido” y por tanto nada recordaban de su vida anteior, en una parte de VIPS
existían – los campos Eliseos– que se encontraban ocupadas por las almas
importantes y justas. Cuando un griego moría hacía el siguiente trayecto:
primero era visitado por Hipnos, dios del sueño que daba al muerto un cierto
matiz de inmovilidad similar al sueño, después entraba en acción su hermano
gemelo Tanatos sacando el alma del cuerpo, posteriormente Hermes el Dios
mensajero tomaba el alma del difunto y la bajaba a la laguna Estigia donde
Creonte –el barquero– depositaba al muerto al otro lado del río. Allí –por fin–
le recibía Hades el dios subterráneo que introducía el alma ya en su propio
reino, de donde no se podía salir dado que la puerta era guardada por
Cancerbero (un monstruo con seis cabezas), que dejaba entrar pero no salir. Una
vez dentro les daba a beber “el agua del olvido”, por lo que el alma ingresada
se olvidaba de su vida anterior. No podía pues en el Hades haber sufrimiento
dado que había amnesia total de la existencia anterior.
Los héroes, representantes arquetípicos de la
humanidad, descendían con frecuencia al Hades con intención de rescatar
parientes o amados muertos, una tarea que contaba siempre con la oposición más
o menos activa de Hades. El mismo Dios Hades tuvo que ingeniárselas para
conseguir una esposa, -Persefone- que tuvo que violar y raptar a la fuerza para
que compartiera su vida en el mundo subterráneo. Demeter, Teseo, Orfeo y
Dioniso, Heracles, Ulises o Psiqué son ejemplos de dioses, héroes o heroínas
que visitaron el Hades buscando el alma de sus amados o bien cumpliendo alguna
tarea fundamental para recibir ciertos dones por parte de los dioses.
En este sentido podemos considerar que el
descenso al Hades forma parte de la tarea del héroe, algo que tiene que ver
con la exploración del inconsciente o si se quiere en términos mitológicos la
ganancia de alguna subjetividad que siempre es algo que se arranca al
inconsciente, algo que no se hace sin transgresión y que representa una
oposición a la tradición o al designio celestial.
En este sentido y recapitulando el descenso a los
infiernos tiene dos principales vías de entrada:
1.- Una entrada en forma de tarea de proporciones
heroicas, que representan en el héroe una iniciación, es decir un tránsito
necesario entre un nivel y otro de aprendizaje, algo que es condición para una
progresión, para conseguir un deseo o merecer una distinción. A menudo el héroe
fracasa en esta misión, sobre todo cuando de forma omnipotente pretende
resucitar a alguien que ha muerto, es decir cuando no mide convenientemente sus
fuerzas. Otras veces el héroe triunfa sobre los peligros del descenso como es
el caso de Heracles, Dioniso o la misma Psiqué y vuelven con un itinerario que
podrán mostrar a los humanos que lo precisen.
2.- La otra forma de entrar en el Hades es a través de
un rapto, de un episodio involuntario y paroxístico: es el caso de Perséfone,
raptada y violada por el Dios de los abismos y obligada a permanecer con él a
pesar de los desvelos de su madre Démeter -diosa de la agricultura- que
incluso amenazó a Zeus con secar toda la tierra si su hija no le era devuelta,
algo que el propio Hades resuelve haciéndole comer algunos granos de granada,
un fruto que si es comido en el Hades impedirá al héroe definitivamente su
vuelta.
Rapto (paroxismo) o tarea (iniciación) son pues los
dos mecanismos universales de entrada en el infierno (el inconsciente), sin
contar la visita guiada por la propia Perséfone o como es natural la muerte que
deposita definitivamente el alma en el mundo subterráneo.
Los peligros que acechan en el descenso al Hades o
inconsciente son arquetípicos y a ellos voy a referirme específicamente en este
itinerario fraccionado en etapas, no sin antes describir la conciencia basal,
es decir el limite entre lo consciente y el inconsciente que en el nivel
temporal se corresponde entre lo mítico y lo histórico (cuya frontera es la
leyenda) del mismo modo que el tiempo arquetípico (eternidad) – “en aquel
tiempo”- y el tiempo cronológico (Cronos) lindan en la propia conciencia basal
a través del tiempo percibido (Kairós).
La mejor imagen que se me ocurre para definir la
conciencia basal, es la del mar. Usualmente cuando contemplamos el mar no somos
demasiado conscientes de que lo que estamos haciendo es contemplar la
superficie y no el mar en toda su extensión, pero esta metáfora hará la
descripción de la conciencia basal algo mucho más comprensible. El mar tiene
fenómenos – incluso en su superficie– que son equivalentes a los que acaecen en
la propia conciencia basal, una emergencia de los procesos bioquímicos del
cerebro que compartimos con muchos animales y que nos permiten permanecer
despiertos la mayor parte del tiempo y “darnos cuenta” de lo que sucede a
nuestro alrededor, guardar memoria de determinados hechos y aprender sobre todo
con fines adaptativos, sobrevivir. Estos fenómenos son de una parte el color,
la luz, las olas, la espuma, el viento, el rumor, el olor, las mareas y las
corrientes (ya en cierta profundidad) cada uno de estos elementos pueden
aplicarse a la conciencia basal que como el mar es penetrable, desde afuera y
desde adentro, es decir su capa más superficial es permeable, nos permite
sumergirnos y posteriormente nos permite emerger.
Podemos decir que el rapto es un descenso por
paroxismos o estallidos –tal y como sucede en el ataque epiléptico– de
contenidos del inconsciente (del fondo marino) en la superficie, algo que puede
suceder de forma abrupta como es el caso de una psicosis aguda o una crisis
existencial. Si entramos en el inconsciente como parte de una tarea iniciática
debemos aprender algo de buceo y si penetramos muy profundamente debemos estar
entrenados para eludir la descompresión y –como no– saber qué peligros vamos a
encontrarnos en cada inmersión.
La mayor parte de las personas no contemplan
críticamente su conciencia basal, se limitan a usarla para sus fines, que suelen
ser adaptativos al medio ambiente en que viven (o el que vivieron en el
pasado), competir, vencer, dominar, fornicar, triunfar o simplemente
sobrevivir. El hombre autoconsciente está acostumbrado a contemplar su
conciencia basal y conoce bien los fenómenos que allí se dan, al menos los
sucesos de la superficie que siempre acaecen simultáneamente con el ritmo beta,
es decir en el ritmo cotidiano de vigilia.
El hombre autoconsciente conoce las fuentes de su
ánimo y los mapas del corazón humano, es decir los ríos que alimentan ese mar,
su origen, accidentes, deltas, bahias y desembocaduras y descubre casi cada día
los matices de su expresión afectiva, más que eso las explora, las pone a
prueba, en autocrítica constante y autoobservación activa. El hombre común por
el contrario vivencia su conciencia basal de un modo alienado, como “algo que
le sucede”. Incapaz de conectar sus vivencias con su periplo vital se limita a
sufrir las consecuencias de los virajes de su conciencia planteando una rápida
supresión de síntomas sin ver más allá que su destino de halla entralazado con
este o aquel sufrimiento. El hombre común se limita a poner diques a las mareas
de su conciencia o dicho en términos psicodinámicos se defiende con la
represión, es decir el arrinconamiento de todo aquello que socialmente es
inadecuado, manteniendo estas fuerzas en una tensión cuya cuerda puede romperse
dado que la represión supone un enorme gasto de energía y los vaivenes de la
navegación suelen romper las amarras. El hombre corriente no se sumerge jamás y
se asusta cuando es obligado a descender al agua, prefiere hacer surf o navegar
sobre las aguas manteniendo un equilibrio inestable en tiempos de borrasca.
Itinerario para un descenso: de la persona al Si-mismo
Etapa primera. Conocer los fenómenos de superficie.
Casi cualquier persona es capaz de desarrollar la
capacidad de autoobservación, bien a solas o bien guiada por un terapeuta y son
casi las mismas que pueden aprender a respirar conscientemente de forma
abdominal, algo que no hacemos espontáneamente cuando estamos en la vorágine de
nuestra vida cotidiana. Algunas de ellas, advertidas, lo hacen, aunque bien es
cierto que sometidas a los engaños de la autopreservación, cayendo víctimas
casi siempre de las coartadas del Superego cuando no de los engaños de la
identidad, es decir, de la ilusión de la continuidad del Yo o de la persona o
máscara.
Efectivamente, es poco frecuente que las personas
comunes tengan la suficiente penetrabilidad para “darse cuenta” de un
sentimiento socialmente censurable. Pongo el ejemplo de la agresión, un
sentimiento cuyo destino casi siempre es la represión, desde donde puede llegar
a ser tan destructiva como en estado puro (consciente). Hasta ese punto estamos
contaminados por los pseudotabúes culturales que nuestra paleta sentimental se
encuentra castrada por las conveniencias y las convenciones y sobre todo por la
evitación de la ansiedad a cualquier precio.
El Sapiens lleva millones de años de evolución (de
causación ascendente) y debido a un medio ambiente inicialmente hostil que
constituyó su entorno habitual hasta hace recientemente poco tiempo su
capacidad para la adaptación, – que incluye la anticipación de los riesgos– es
abrumadora si la comparamos con su débil autoconciencia. Estamos diseñados para
defendernos del hambre, del frío, de las fieras, de los depredadores, de la
rapiña ajena y del dolor, algo que hemos hecho a partir de prótesis (armas,
cuevas, fuego, herramientas, agricultura) pero seguimos mal adaptados a la
abundancia, al aire acondicionado, al exceso de comida, al exceso de trabajo, a
la falta de depredadores o a la calefacción. Este desfase (genoma lag) entre
las condiciones de nuestra adaptación general y las circunstancias actuales de
vida es la consecuencia de que sólo muy recientemente hemos conseguido
“dominar” la naturaleza y hacer la vida predecible y cómoda. Estamos mejor
adaptados al combate que a la autoobservación lo que hace que hayamos
desplazado nuestra rapiña desde nuestros ancestrales competidores (el oso y el
lobo) hasta nuestro prójimo. Nuestra agresión está desplazada hacia nuestros
congéneres y hacia el otro sexo, es intraespecifica e intersexual, algo muy
raro entre el resto de especies animales. Por eso nuestra tendencia ante
cualquier dificultad es la lucha o la huida, es decir respondemos a los eventos
de nuestra vida cotidiana en clave de cazador-depredador. La competitividad, la
lucha, la ambición y la insolidaridad son los efectos colaterales de nuestra
disposición genética adaptada a aquellas condiciones originales. Casi todas las
habilidades adquiridas en nuestro medio y nuestro tiempo responden al hecho de
intentar que nuestro prójimo no nos dañe, pues sólo el prójimo puede ya
dañarnos una vez desaparecidos los depredadores naturales de nuestra especie.
La consecuencia directa es que en nuestra especie la agresión es
intraespecífica, del hombre contra el hombre, no sólo del uno contra el otro,
sino también del hombre contra sí mismo, uno contra si-mismo.
Eso hace que nosotros seamos nuestro propio enemigo y
que los fenómenos de nuestra conciencia basal se vivencien como ajenos o
alienados. La socialización –paradigma universal– que propugnan algunos
psicólogos positivistas ingenuos no es la solución sino el blanqueamiento del
problema. La socialización adocena y robotiza al hombre y le obliga a disponer
recursos (de los que a veces no dispone) para mantener a buen recaudo todas
aquellas partes de si mismo que no encajan con el modelo convencional de hombre
educado y social.
La primera etapa de este descenso que propongo
consistirá en fomentar la autoobservación (de los fenómenos de superficie de la
conciencia) con el propósito de deshacerse de los tabúes sociales que
enmascaran nuestra conciencia, al tiempo que se favorece la disolución de la
censura (represión) y que los contenidos “inadecuados” sean vivenciados
mediante la aceptación activa. El objetivo en esta fase del descenso no es
tanto cambiar sino aceptar.
Considero que el método psicoanalítico de la libre
asociación (hablar o escribirle a alguien acerca de sí) es el mejor método para
profundizar en la autoobservación. Pongo en duda que sin un entrenamiento
concreto en este método nadie llegue, ni de lejos, a conseguir el suficiente
grado de autoobservación para llevar a cabo una transformación en la superficie
de su conciencia. Sin una logoterapia (terapia centrada en la palabra)
confrontada por un terapeuta es muy poco probable que alguien llegue ni
siquiera a rozar esta superficie. Del mismo modo creo que determinadas personas
– fuertemente impermeabilizadas– son incapaces de romper la tensión superficial
de las aguas ni siquiera con este método, pero el 80 % de la población es de
alguna manera sensible a la libre asociación y a la confrontación cara a cara
de los mecanismos elementales de defensa que operan en este nivel superficial.
Conocer la represión y la formación reactiva, saber manejarse entre los
opuestos y salvar la ambivalencia, tomar decisiones con responsabilidad,
delegar, pedir ayuda, y mejorar la competencia son objetivos razonables en la mayoría
de la población y a través del habla, es decir de la expresión verbal de los
conflictos.
No debemos olvidar que el lenguaje es en cierto modo
el cemento de la mente, es decir la herramienta que conecta entre si las
distintas inteligencias, habilidades y pericias del hombre. El lenguaje y el
pensamiento que sigue las autopistas que el lenguaje trazó -siguiendo las leyes
gramaticales de la construcción de sentido- es la mejor manera de transitar el
mundo y de cohesionar distintos aspectos evolutivos del hombre: de un lado la
habilidad científico-natural, con la habilidad instrumental y la habilidad
artística o construcción de sentido. Su cerebro sistematizador y su cerebro
empático.
Ejercer sobre sí un excesivo autocontrol es lo
contrario de abandonarse. El individuo excesivamente autocontrolado es casi
siempre también un individuo controlador de la conducta ajena que está además
identificado con los mitos del patriarcado (incluso en las mujeres). Apolo
representa la ortodoxia pero también la maldad si recordamos el tratamiento que
daba a sus rivales como Marsias al que despellejó tras una porfía, Artemisa su
hermana gemela destruyó a Acteon por contemplarla desnuda, Atenea dejaba
petrificados a los hombres, Zeus abatía con su rayo a amantes díscolas y
rivales sexuales y Hera su esposa era víctima de las infidelidades de su esposo
pero también despiadada perseguidora de sus amantes e hijos ilegítimos hasta la
extenuación. Hombres y mujeres son víctimas y verdugos de su excesiva necesidad
de control de la conducta ajena lo que les lleva a la victimización en el caso
de Hera y al fortalecimiento del patriarcado en el caso de Zeus, cada uno de
estos arquetipos tiene a su vez su opuesto neutralizador.
Apolo, cuyo culto se daba en Delfos era el Dios de la
adivinación, de las artes y las ciencias. En sus templos había –inscritas en la
pared– máximas como la conocidas: “Conócete a ti mismo, “Nada en exceso”, etc.
Pero tres meses al año Apolo se iba al país de los hiperbóreos dejando libre el
culto a Dioniso su Dios opuesto que nos legó el vino, la música, la danza y el
misticismo sensual. Se trata de una bella alegoría acerca de la
complementariedad de los opuestos, ser Apolo todo el año no lleva a ninguna
parte, dejar sitio a Dioniso en nuestra vida forma parte de un buen ejercicio
higiénico de salud mental.
Segunda etapa. Reconocerse en la sombra.
El concepto junguiano de Sombra es el constructo
adecuado para delimitar aquellos contenidos inconscientes que no han sido
reprimidos por los tabúes sociales tan solo, sino que forman parte de
contenidos mucho más profundos en términos de inaccesibilidad. En este caso ya
no se trata de una convención social sino de aspectos fuertemente catectizados
y relegados que tienden a configurar una “antipersona” o “lado oscuro” de
la personalidad (conciencia). La sombra no es preconsciente sino inconsciente y
los mecanismos mediante los que se mantiene inaccesible ya no son la represión
o la formación reactiva, sino otros mecanismos de un nivel de menor calidad: la
negación, la identificación, la proyección o la anulación. La sombra es un
arquetipo en el sentido jungiano, es decir un símbolo elemental que es forma
(campo mórfico), y es acción (conducta) como es creencia (cognición afectiva) y
es además del mismo sexo que el sujeto consciente, aparece en sueños como un
alter ego o como un sosías.
El mundo explicitado (Bohm) antes de ser mundo era
completo (manifestación implícita) pero después de la división original del
big-bang devino en un mundo dividido en opuestos o pares: lo bueno y lo malo,
lo masculino y lo femenino, el ying y el yang – en definitiva- son las partes o
fragmentos en que la realidad se manifiesta en el orden explícito o mundo real.
Toda persona autoconsciente sabe que los opuestos son complementarios, que
forman parte de una unidad original, las personas comunes por el contrario se
debaten en un maniqueísmo que trata por todos los medios de soslayar la
división y mantener una de las partes en cautividad. Sin embargo estas partes
cautivas o encarceladas en la infraconciencia pugnan por emerger dado que la
función cultural del monstruo es precisamente la de mostrarse (mens= mostrar).
Dicho de otra manera, la función del monstruo es la de señalizar la
transgresión del héroe y advertirle del castigo que acaecerá si incumple la ley
divina, la tradición o lesiona la Totalidad.
El hombre común acostumbrado y adaptado a batirse en
duelo con los elementos utilizará la misma estrategia para enfrentar al
monstruo, que es la parte del si-mismo que no encajó en el lecho de Procusto y
o bien mutilará esas partes que no encajan o las mantendrá alejadas de la
conciencia mediante los mecanismos que el psicoanálisis ha descrito hasta la
saciedad y a los que antes me he referido. Sin embargo estos contenidos pueden
emerger cuando son estimulados por la realidad externa, como sucede con los
arquetipos que son activados a partir de las experiencias de la realidad. La
autoreferencia es un síntoma relacionado con la Sombra, sucede cuando el
arquetipo es estimulado al mismo tiempo que es más necesario que nunca
mantenerlo alejado de la conciencia ( a fin de que el monstruo permanezca oculto):
la divulgación de la intimidad que sucede en algunas reacciones paranoides como
resultado de un incremento o señalización de un determinado entorno de
hostilidad, iniciación o codicia comparativa común entre los adolescentes
sometidos al escrutinio del grupo representa un buen ejemplo de la emergencia
de estos contenidos. El monstruo puede ser cualquier cosa que entre en
conflicto con la necesidad de legitimación o aceptación: la homosexualidad
latente, la incapacidad para lograr una pareja o la fealdad (aun subjetiva por
comparación) y ahora también la obesidad –evocadora del monstruo– son pretextos
para identificar la Sombra y mantenerla oculta.
Los sujetos comunes suelen tener experiencias con la
Sombra a partir de sus contactos con drogas, es sólo entonces cuando estos
contenidos fuertemente inconscientes emergen en toda su intensidad dando lugar
a situaciones de pánico, psicosis emergentes de contenido persecutorio,
autoreferencial o francamente delirantes o –también– simples intoxicaciones patológicas
con fenómenos asociados de violencia o de pérdida de control relacionadas con
el alcohol con más frecuencia que con otras drogas y que representan catarsis
emocionales relacionadas más con la desesperación que con el sadismo o el odio.
Una de las ventajas de la represión es que permite al
sujeto no enfrentar los opuestos: o se es absolutamente bueno (mediante
represión de lo malo) o se es absolutamente malo (con supresión de lo bueno).
Económicamente hablando esta situación incapacita al individuo para iniciar la
vía de la iniciación del héroe que es siempre un trasiego en la gestión de los
opuestos, es decir una labor de integración y síntesis, el camino se encuentra,
pues, detenido.
Trabajar con estos opuestos es también una alternativa
terapéutica bastante común y al alcance de no pocas formas de terapia que
tienen en cuenta el inconsciente, confrontar al individuo con su Sombra a fin
de que se ocupe en lograr síntesis más o menos afortunadas con sus pares de
opuestos es labor del terapeuta que brinda su tutela en esta segunda etapa del
camino de individuación o transhumanización.
En ocasiones el individuo está “poseído” por la fuerza
arquetípica de su Sombra o antipersona, como sucede en los psicópatas o
trastornos limites de personalidad , es decir el individuo se ha identificado
de tal modo con su “lado oscuro” que pareciera querer decir: “no tengo
remedio”, lo que al menos favorece la emergencia de una cierta identidad, ser
anoréxica, delincuente, enfermo mental crónico o toxicómano no sólo son situaciones
puntuales sino sobre todo también creencias. Algo que se formó haciendo
coincidir determinados noemas con timemas en un momento casi hipnótico (ritmos
beta o theta) donde se aprendió que era mejor “ser algo” que no ser nada o
“algo peor de lo que se es”. Esta circunstancia nos hace recordar que la
identidad y la identificación son en gran parte constructos sociales
fraudulentos asumidos en muchas ocasiones para obtener ventajas y prebendas en
el reparto de cargas sociales, si a ello sumamos el hecho de que la enfermedad
es un estado que cuenta con beneficios sociales y secundarios (evitación de la
responsabilidad) entenderemos que determinadas activaciones del arquetipo de la
Sombra puedan mantenerse de por vida, falsificando un estado de cosas que nos
recuerda la cronicidad interesada de ciertos haraganes pendencieros, enfermos
crónicos donde el beneficio mantiene un estado de cosas cercano al déficit
cerebral, con ausencia de autoconciencia que caracteriza a los estados
defectuales esquizofrénicos.
Tercera etapa. El arquetipo sexual.
Contrariamente a lo que sucede con la Sombra que
siempre es del mismo sexo del individuo, el arquetipo sexual es de sexo
contrario y representa la bisexualidad mítica del ser humano tal y como
Freud conceptualizó la libido. Jung llamaba animus al arquetipo masculino
que cabía observar en las mujeres y anima al arquetipo femenino que habitaba en
la infraconciencia de los hombres. Lo usual con estos arquetipos es que se
mantengan reprimidos y posteriormente proyectados en la realidad donde un
hombre o una mujer son “raptados” u obligados a encajar con este arquetipo, una
coincidencia a la que muchos llaman amor.
Una de las características que identifican a
este arquetipo en relación con el Ego es la fascinación, es decir la enorme
capacidad de provocar identificaciones y “capturas o posesiones” de la
personalidad y la conducta. La identificación tiene como resultado la forja de
una determinada identidad a través del apego, así la identidad masculina se
establece muchas veces alrededor de un anima o imago materna proyectada en una
mujer cualquiera. El riesgo de cosificar el anima y convertirla en un
instrumento de fortalecimiento del Yo es muy frecuente en muchos hombres
incapaces de mantener relaciones igualitarias con su anima o imagen femenina
interiorizada. El miedo a ser homosexual o demasiado femenino les induce
a distanciarse de sus figuras femeninas introyectadas o a mantener relaciones
reales de escasa intimidad con las mujeres.
El miedo o la fascinación sexual hacia la mujer tienen
que ver con un doble proceso ontológico en el varón: el apego a la madre y la
posterior separación de la figura materna que es necesaria para que un hombre
llegue a encajar del todo en un mundo diseñado por y para el patriarcado y
donde no caben demostraciones de “debilidad” tal y como se definen los gustos
femeninos. El hombre apresado entre su tendencia centrípeta hacia sus figuras
originales de apego (la madre) y su posterior socialización con otros hombres
se distanciará poco a poco de lo femenino que hay en él y que sólo recuperará
quizá en forma de acceso carnal después de la pubertad. En ese sentido puede
entenderse que la actividad sexual para los hombres represente una forma de
autoafirmación, de sedación o que incluso forme parte de ritos de iniciación
donde el menosprecio o la violencia hacia la mujer sean algo más que una
metáfora para convertirse en un acto mediante el que se redime y preserva la
masculinidad.
El miedo hacia la mujer y quizá también la violencia
hacia ella tienen que ver con la mitología del patriarcado. La mujer siempre ha
sido asimilada con aspectos oscuros, fríos, distantes, lunáticos: la bruja, la
serpiente, la arpía son inventos masculinos para despojar a las diosas
originales del supuesto poder que los hombres le atribuyen y que siempre tiene
que ver con la afectación o lesión de su virilidad [¿por qué van los propios
hombres a inventar algo que les amenace la virilidad?]. Hay que recordar que
nuestra cultura es la más misógina del mundo, me refiero a las culturas que
brotaron en el arco mediterráneo y que terminaron por sustituir a la Gran Diosa
por un Dios masculino, innombrable que creó al mundo sin concurso de mujer
arrebatándole incluso la condición de fertilidad que siempre acompañó a las
deidades primitivas pre-helénicas. De entre ellas sólo la religión cristiana
permite el culto a deidades femeninas, hay que resaltar que el culto a las
vírgenes y las imágenes están prohibidas tanto en el judaísmo, como en el Islam
y también entre los protestantes.
Identificarse es lo contrario de distanciarse,
observar desde la altura (desde la autoconciencia) es el mecanismo contrario
del apego que siempre se resuelve mediante la proyección del arquetipo sexual
afuera de uno mismo o bien mediante la identificación con el anima. Practicar
el desapego no siempre tiene que ver con los bienes materiales, sino muchas
veces con esa tendencia que muchas personas tienen de vincularse con demasiada
intensidad con las figuras de su entorno a las que se fuerza a convertirse en
determinados arquetipos sean sexuales o no. Por lo general creo que las
personas tenemos demasiados apegos, nuestro pueblo, nuestra ciudad, nuestra
patria, nuestra familia, el puesto de trabajo, el equipo de fútbol, nuestros
amigos y conocidos, nuestra posición social y nuestra imagen publica resultan
verdaderas cárceles cuando se convierten en sustitutos de nuestra identidad,
cosa que sucede con demasiada frecuencia. ¿Somos algo más allá de lo que
hacemos, donde nacimos o con quien nos relacionamos?
Desidentificarse, es decir mantener la distancia y
practicar el desapego es siempre una buena terapia siempre que se logre
compaginar con el necesario compromiso con la familia, los hijos, la profesión
o las condiciones sociales. Encontrar un equilibrio entre ambos platos de la
balanza no solamente es una señal de buen juicio sino también un ejercicio de
salud. Un ejercicio que con frecuencia se resuelve a favor de uno de los platos
y que podemos observar en dos clases de actitudes: aquellos que no saben hacer
otra cosa más que trabajar, son demasiado responsables o formales y aquellos
otros que son indisciplinados, informales o incompetentes. Encontrar un termino
medio es bastante complicado porque se precisan poner en juego dos clases de
fuerzas que casi nunca son simétricas: las fuerzas adaptativas y las fuerzas de
la autoconciencia. Ya he comentado que existe un desequilibrio evolutivo en
nuestra especie a favor de las primeras.
Entre las mujeres suceden otro tipo de cosas bastante
distintas a las que afectan a los varones. Por lo general las mujeres disponen
de un animus bastante débil, quizá como representación de un padre incompetente
o ausente cuya representación clínica es un defecto de la autoafirmación, de la
autoestima o del sentimiento de valía. Este tipo de mujeres aparecen como
incompetentes, carentes de empuje vital o asertividad y son fácilmente victimas
de desordenes emocionales o de todo tipo de maltratos o victimizaciones.
Tienden a la idealización en sus relaciones con el otro sexo y son incapaces de
negociar limites y pactos a largo plazo. Explorar las relaciones del Yo con el
animus de modo que se llegue a sintetizar aspectos confrontados o a conformar
un nuevo estado de cosas que permita contar con la Fuerza del mismo es el
objetivo de este tercer plano del descenso.
Hay que recordar ahora que el concepto Fuerza, elán
vital, libido o dynamis de la autoconciencia es extraído probablemente de la
fuerza de determinados arquetipos, en este sentido fortalecer o mejor dicho
aprender a extraer la fuerza contenida en el animus es el objetivo terapéutico
para una mujer con escasa asertividad. Una mujer sin animus es una mujer sin
Logos y por tanto sometida a los vaivenes de sus impulsos acercándose
paradójicamente a la “parte oscura” que el patriarcado ha diseminado acerca de
los prototipos femeninos.
Hombres y mujeres pueden a su vez haber sido
“poseídos” por la fuerza de sus arquetipos sexuales. Es algo que podemos
observar en los delirios erotomaníacos (mas comunes entre las mujeres) o en los
trastornos de la identidad sexual (más usuales entre los hombres). En el
primero de los casos una mujer cree que un hombre -por lo general de una
posición social de más relevancia que la suya propia- está inevitablemente
enamorado de ella, y además le hace continuamente proposiciones eróticas que
ella podrá rechazar o no, pero que la impulsa a una conducta de acoso del
supuesto enamorado, este curioso síndrome descrito por Clérambault es el
resultado de una “posesión” arquetípica, es decir de una relación donde el
animus ha oscurecido el resto de la personalidad obnubilando el juicio de la
paciente que se ve impelida a una búsqueda de ayuda incluso policial para
librarse de las supuestas insinuaciones de aquel.
La posesión por el anima en un hombre casi siempre
oscilará entre dos polos: el de la identificación que se resolverá con
trastornos de la identidad sexual o el de la identificación proyectiva que casi
siempre correlaciona con el asalto sexual, una forma expeditiva con la que el
hombre resuelve su ambivalencia con su propia anima. Poseer una mujer es una
forma de evitar que nos haga daño, dominarla, vencerla y aun despojarla de su
propia subjetividad o asesinarla son las formas primitivas en que los hombres
resuelven sus conflictos con su parte femenina a la que temen y desean al mismo
tiempo sin lograr establecer una síntesis entre ambas partes. El objetivo de
esta etapa es la destrucción del espejo imaginario que existe en cada uno de
nosotros, un espejo formado a partir de las identificaciones y
contraidentificaciones con nuestras figuras de apego, de la que la madre es la
más profunda y arcaica. El espejo que refleja y refracta la propia imagen es la
que permite proyectar en la realidad las distorsiones que muestra de la propia
autoimagen. En este sentido el anima es la contraimagen materna de nuestro
arquetipo sexual (y que forma parte de los arquetipos con los que tiene que
lidiar el sujeto). Existen dos clases de operaciones patologicas con este
arquetipo sexual: la idealización o la devaluación, ambas persiguen un mismo
fin, preservar la dignificación del Yo. Bien a través del amor cortes (o amor
romántico) un tema recurrente presente en toda la historia de la humanidad (el
caso de dante y Beatriz por ejemplo) el sujeto eleva a la mujer hacia un lugar
inaccesible, de diosa que le permite enfrentar sus temores hacia su anima
mediante este delicado equilibrio cuyo propósito es impedir a toda costa la
realización carnal. La disociación que los hombres suelen hacer de las mujeres
entre vírgenes y putas puede caer sin embargo del otro lado, aqui no hay
idealización sino renegación, el hombre proyecta su anima al exterior en forma
de sujeto degradado, lo que paradójicamente le lleva al mismo fin: mantener a
salvo su propia dignidad viril que siente vulnerable en contacto con la mujer.
Destruir el espejo es la tarea que el héroe deberá
resolver y que dará como resultado sentir a las mujeres como seres iguales a
él, como congéneres de la misma especie, como iguales no amenazantes. Las
mujeres -por el contrario- menos narcisistas que los hombres no precisan invertir
tantos esfuerzos en esta tarea dado que su apego original hacia la madre no
precisa ser reprimido, ocultado o mutilado, por el contrario las mujeres tienen
que resolver como he dicho antes sus conflictos con el animus, pero esta
tarea nada tiene que ver con el espejo.
Cuarta etapa. Los dilemas de la
subjetividad.-
Después del arquetipo sexual, un escollo que
representa una dificultad máxima para el hombre, nos encontramos con lo que he
llamado los dilemas de la subjetividad. En ese descenso a los infiernos el
hombre gana subjetividad a medida que arranca espacios y contenidos a la
conciencia basal. La tarea del héroe es precisamente la de ganar subjetividad
para el resto de la humanidad pero no se trata de cualquier subjetividad. La
subjetividad del monstruo, es decir de aquel que antepone sus intereses a
cualquier razón colectiva o interés común no vale lo mismo que la razón de
Prometeo, el que roba el fuego a los dioses y se lo proporciona a los hombres a
costa de su vida. No cualquier tarea de ganancia de subjetividad es benéfica
para la humanidad. El siglo XX se ha caracterizado por la legitimación de
cualquier subjetividad y por una actitud colectiva de “laissez faire, laissez
passer”, es decir de una actitud pseudotolerante que opera desde el lado de la
conveniencia y de “no meterse en donde no nos llaman”. Es la actitud del cínico
que se resguarda en una actitud de no comprometerse con nada ni nadie y que
aparece revestido de una falsa tolerancia. Regular la vida en común es una de
las dificultades más importantes con la que se han enfrentado los colectivos
humanos, ciertas restricciones parecen necesarias para delimitar lo
colectivamente asumible de lo inasumible. Pero las actitudes personales del
hombre moderno se han refugiado en ese ámbito que conocemos como lo privado, y
es ahí precisamente donde hay que ir a buscar las mayores ignominias: el
maltrato doméstico, el abuso de niños, o la negligencia en la crianza son
actitudes que se esconden detrás de una mascarada normal socialmente. El monstruo
es estrictamente privado y sus victimas domésticas. El debate que hoy existe
acerca del maltrato femenino en el hogar elude casi siempre el origen del
mismo: el refugio en el ámbito privado de determinadas subjetividades y que se
desplazó desde lo publico en virtud de un repliegue social que tiene que ver
con la industrialización, la anomia y el desarraigo de amplias capas de la
población desde sus ubicaciones naturales hacia otras que les eran ajenas, la
miseria moral como correlato de la pobreza y el encanallamiento que el alcohol
provocó en amplias capas de la población vulnerable provocó un ocultamiento de
estas actitudes en un lugar donde se hacia inaccesible a la mirada
normativa, al mismo tiempo que se deificaba la intimidad del hogar como un substituto
de la participación y el compromiso con las decisiones colectivas.
Desposeído de esta legitimación para lo colectivo el
monstruo se refugió en el hogar de cada cual y dio lugar a distintas
subjetividades que hoy se zanjan con el conocido recurso al machismo (la idea
errónea de que el hombre tiene derecho a maltratar a su mujer) y que viene
siempre obturada por su complementaria (errónea también) fascinación por parte
de las mujeres sobre “los chicos malos”. Estos dos mitos – que proceden de la cultura
mediterránea helénica y judia- han trascendido sus respectivas comunidades y se
han instalado en la conciencia del hombre (y de la mujer) como un derecho, es
decir como una ganancia de subjetividad.
Cada día aparecen nuevas versiones del monstruo hasta
el momento desconocidas, los crímenes sin motivo, es decir aquellos que
proceden de una necesidad de expresión o los crímenes antropofágicos (como el
recientemente juzgado en Alemania del ingeniero caníbal) son una buena prueba
de ello y también la evidencia de que nuestra leyes, es decir nuestros códigos
de convivencia no se encuentran preparados para atajar jurídicamente el mal que
cada día nace con la ganancia de nuevas subjetividades por el ser humano.
Cada ganancia de subjetividad es una prueba acerca del
mérito y también del benéfico uso por parte de la Humanidad. Nadie sabe si el
fuego que nos muestran es simplemente fuego de artificio o servirá para
alimentar mejor a la humanidad y de ahí la confusión. En esta etapa del
descenso el héroe puede verse invadido por dudas acerca de la bondad de sus
planes, sus hallazgos pueden representar tanto peligros para toda la humanidad
como ganancias para la misma. El ejemplo mejor que se me ocurre es el de la tecnología,
es evidente que la ciencia y sus usos prácticos han mejorado la vida de los
hombres haciéndola mas confortable, más segura, mas larga y cualitativamente
mejor, pero ninguna tecnología es neutral: la electricidad tiene riesgos, la
calefacción, la alimentación, el ocio, los automóviles, la telefonía, las
fuentes de energía, la industrialización y sobre todo la vida sedentaria tienen
riesgos sanitarios y sociales que proceden de la propia naturaleza del hombre
adaptada a las hambrunas, al frío y a la defensa de sus depredadores naturales.
Eliminar los riesgos de la vida cotidiana es benéfico para el hombre pero
conviene no perder de vista que no estamos bien adaptados a la vida beatifica y
que el individuo siempre procurará introducir en su vida un elemento de
perturbación cuando no desplazando su agresividad hacia sus semejantes.
La subjetividad del otro es sencillamente insoportable
para los hombres, esta grieta se puede sortear de dos formas: mediante la
confrontación o mediante el refugio en una individualidad militante. La
discusión, la oposición, la hostilidad manifiesta frente a nuestros semejantes
proceden de un hecho: nadie tiene la misma subjetividad, nadie piensa o ve la
realidad como la ve el vecino. Por el contrario todo el mundo tiene una teoría
acerca de la mente, es decir todos sabemos que los demás piensan, sienten,
planean igual que hacemos nosotros, este desencuentro hace que los hombres no
vivan al congénere necesariamente como un enemigo (si no hay conflicto de
intereses), aunque lo perciban como un intruso (un diferente) en tanto que no
piensa como nosotros, esta disidencia con nuestras propias creencias es el
pretexto para que muchas veces nuestro congénere sea considerado como un
adversario o como un enemigo al que hay que combatir o eliminar, por supuesto
de una manera algo distinta actuan los animales: consideran a sus congéneres
como intrusos (salvo a las hembras en celo), pero saben que la tendencia de
cualquiera es la devolver el golpe, lo que hace que las peleas a muerte sean muy
poco frecuentes en el reino animal. A diferencia de ellos el hombre no ha
desarrollado sistemas de inhibición frente a su agresividad, por lo que
enfrentado a este dilema muchos hombres recurren a la violencia, no porque el
hombre sea más agresivo que los animales (en realidad no lo es) sino porque el
hombre está mejor diseñado que ningún animal para engañar, planear y sobre todo
utilizar armas y esgrimir argumentos racionales frente a la disidencia.
En realidad las creencias son la razón de mayor peso a
la hora de cuantificar los daños intraespecíficos en los seres humanos. Los
mayores y más numerosos crímenes de la Humanidad se han hecho en nombre de las
creencias, mucho más numerosos, que los crímenes sexuales, los crímenes por
codicia o los crímenes anómicos del siglo XX.. Por el contrario las
descreencias, es decir el refugio del hombre en su altiva individualidad es
igualmente dañina -si bien por otro tipo de razones- en la gobernabilidad del
mundo. La individualidad que no remite o evoca una realidad superior a él mismo
erosiona la fe en soluciones colectivas y prepara el terreno social para la
huida, la rendición, el refugio en paraísos hedonistas (como las drogas) y
sobre todo fortalece la omisión: esa conducta despreciable que hace que podamos
asistir a un hecho abusivo sin hacer nada para detenerlo simplemente porque no
nos concierne.
Toda subjetividad se pone a prueba constantemente con
la realidad y con los consensos sociales. El héroe a veces tendrá que
discriminar a solas a la luz de su propia conciencia de qué lado cae su
ganancia, su exploración de los infiernos. Es cierto que ninguna ganancia de
subjetividad verdadera se hace a favor de las circunstancias, ningún reformador
hubiera reformado el arte, la música, la política, el derecho o la religión
sino soportando grandes calamidades personales, el destino del héroe
(verdadero) es el sacrificio y a veces sólo este parámetro nos hace discernir
la buena de la obra intrascendente. Bill Gates no es un héroe, pero si
Jesucristo, Beethoven o Rimbaud, los que cambiaron nuestra concepción acerca
del mundo capturando algo a su conciencia basal, algo que llegó a alumbrar la
humanidad a partir de su propio sacrificio personal. El héroe nunca gana
dinero, ni institucionaliza o nacionaliza su patrimonio, se limita a robar el
fuego a los dioses y a traerlo al mundo real para que todos puedan beneficiarse
de él. El destino del héroe es –naturalmente- ser traicionado, sometido a
persecución o a la quema de sus textos. Aun así los enemigos de la verdad
acaban muriéndose –como decía Plank- y la tarea del héroe más allá del olvido
se presentifica constantemente a través de otras subjetividades sinérgicas con
su tarea.
En este sentido se puede afirmar que las ideas no
deben ser jamás motivo de disputa entre los hombres, pero si los valores.
Discriminar sobre lo que es una creencia (una ideología) de un valor es una
tarea sobreañadida para el héroe que viaja a través del infierno. Un valor se
caracteriza porque no trata de imponerse jamás a los otros, se impone a partir
de su propia dignidad, mientras que las ideas como los virus necesitan
parasitar otras mentes, reproducirse y perpetuarse a través de contagio social,
no hay ideología sin proselitismo, ni valor sin sacrificio. Los yoguis
propugnan una técnica mental conocida con el nombre de epoché: la suspensión
del juicio como ejercicio diario a oponer a la continua manía de disgresión que
tenemos los humanos. Combinar la epoché con “el toma y daca” (el quid pro quo)
me parece el mejor ejercicio de salud mental que el individuo puede llevar a
cabo para orientarse en un mundo donde las subjetividades ajenas siempre se
viven como obstáculos a la propia realización. Saltar desde la orilla de la
ideología hacia la del valor es el mejor camino para no sentirse absorbido en la
marea de la confrontación o la identificación con los otros.
Quinta etapa. El arquetipo Luz.-
La iluminación es el final del camino de nuestro
héroe: consiste en llegar a intuir, a oler que todas las cosas en el universo
forman parte de un Todo, que todo está conectado con todo, que existe una
maraña de conectividad en todo el universo que atraviesa la material y lo
inmaterial. Es saberse parte de algo supraindividual y no poder ponerle nombre,
al tratarse de una experiencia ultrasensible e inefable. En realidad la
iluminación es la superación de los contrarios del pensamiento simbólico que
tiende a fragmentar, a separar, a dividir en opuestos y a establecer
categorias. Tienes que recordar que cada vez que tomas una decisión divide el
mundo en dos, lo bifurcas y contribuyes a la incomprensión de lo vivido. A este
respecto un viejo proverbio sufí, dice:
“Antes de la iluminación los árboles eran árboles y
los rios, rios, durante la iluminación los arboles dejaron de ser árboles y los
rios, rios. Después de la iluminación los árboles volvieron a ser árboles y los
rios, rios”.
Lo que es lo mismo que admitir que la iluminación es
el proceso de reconocer lo similar (y agruparlo) y lo distinto (y separarlo) y
que este proceso natural se ve interrumpido por el pensamiento lineal que
tiende a establecer fragmentaciones entre las entidades. Caer en la cuenta de
que los árboles no son sino árboles, es un proceso de conocimiento cuyo
hallazgo se sitúa más allá de un conocimiento ingenuo pero coincide con él, al
tratarse de un subproducto de una búsqueda nunca un fin en sí mismo. El
iluminado no pone junto lo diverso y sobre todo no separa lo similar.
Encontrar la iluminación es algo que está lleno de
peligros, el principal de los cuales es la locura banal (agrupar lo distinto,
separar lo similar) o la locura por inflación (megalomaníaca) que tiene que ver
con el deslumbramiento de la conciencia por el propio brillo de la “divinidad”.
Y le llamo “divinidad” por no poseer una palabra mejor y a pesar de la
convicción de que no existe una Voluntad más allá del hombre.
Si la acumulación de conocimiento puede ser el móvil
de la búsqueda para el principiante, el hallazgo de la sabiduría es el
final del camino, un hallazgo incompatible con la inacción y la omisión: “Somos
lo que somos capaces de transformar”, no basta con “saber” hay que ir más allá
y explotar al máximo los dones con que vinimos al mundo y llevar nuestra
transformación de nuevo a la superficie a algun lugar donde pueda ser
aprovechada por otros. La superación de las ansiedades sexuales y no sexuales
que apresaban al héroe en etapas anteriores han quedado ya obsoletas. Ha sonado
la hora de la verdad, una verdad que se encuentra replegada dentro de otra
verdad y que al llegar a este punto el héroe podrá o no reconocer: se
trata de darse cuenta de que el objetivo del descenso, igual que todos los
viajes era encontrarse de bruces con el secreto y el mayor secreto que
encuentra el heroe en su descenso es que no había tal secreto, no habia nada
que descubrir en el Hades, que todo lo importante se encuentra en la
superficie, arriba en el elemento sensible y la vida común, porque la enorme
paradoja que se encuentra encerrada en la vida es que ningún conocimiento basta
por si mismo si uno no es capaz de mantener la actitud de sorpresa de un niño,
su capacidad de asombro y la mente abierta de un principiante para mantener la
frescura y la apertura necesarias para no dejar de aprender y enseñar.
Por contra los peligros de esta etapa son bien
conocidos, adorar a falsos dioses (el dinero, la apariencia o los rendimientos)
o dejarse cegar en la ilusión de que el heroe se ha transformado en Dios son
los dos peligros más importantes de esta etapa, muchos sucumben a ella, por
falta de preparación, por falta de madurez necesaria o por candidez. Ninguna
persona de menos de 40 años debería adentrarse en este nivel donde el infierno
muestra tanto su cara más sublime como su aspecto más terrorifico. Sólo los
héroes adultos, bien formados y a salvo de la omnipotencia no sucumbirán a la
tentación de creer que han alcanzado a Dios, que son Dios o que Dios les ha
distinguido con sus dones.
¿Deseas volver a la superficie?
Fuente: Web
El
impacto de la hiperrealidad en el psiquismo humano
No hay comentarios:
Publicar un comentario