En una reunión de amigos, en una ronda de negocios o en un encuentro amoroso, seguramente cada una de las personas involucradas se preguntará, en algún momento, qué estará pensando el otro.
Y se interroga eso porque está convencido de que el otro está pensando algo y que es independiente de lo que piensa él.
Para los seres humanos, así como para muchas otras especies animales, la supervivencia depende en gran medida de un funcionamiento social efectivo.
Las habilidades sociales facilitan nuestro sustento y protección y aquellos individuos que son sociablemente más adaptados tienden a ser más sanos y a sobrevivir más. La llamada “cognición social” estudia al individuo dentro de un contexto social y cultural, centrándose en cómo la gente percibe, atiende, recuerda y piensa sobre otros.
En el concepto de “cognición social” se incluyen diversos procesos tales como la teoría de la mente, la empatía, el reconocimiento de expresiones faciales, el desarrollo de emociones, el juicio moral y la toma de decisiones.
Las neurociencias denominan “teoría de la mente” a la capacidad de inferir los estados mentales de otras personas –incluyendo sus intenciones y sentimientos– y es una habilidad universal que subyace a nuestra capacidad de interactuar en sociedad. La teoría de la mente es un componente central de la empatía y, dado que es una habilidad que favorece la adaptación, se supone que ha evolucionado a partir de la selección natural.
Una interacción apropiada con otro ser humano necesita de un reconocimiento inicial de que quien está enfrente es otra persona, distinta de uno mismo y con un estado psicológico interno diferente, que acciona con base en sus propias metas y que dichas metas y creencias pueden diferir de nuestras propias perspectivas acerca del mundo. A partir de allí, debemos intuir las motivaciones internas, los sentimientos y las creencias que subyacen a su conducta considerando, además, que los estados mentales de cada individuo se enmarcan en características más estables de la personalidad. Una vez comprendido esto, debemos ser capaces de comparar la perspectiva propia con la ajena.
Finalmente, uno debe tener en cuenta cómo es que nuestra conducta influye sobre la de la otra persona, tanto para actuar de una manera socialmente apropiada como para intentar influir en el estado mental del otro.
Distintos autores consideran que la teoría de la mente puede subdividirse en dimensiones cognitivas y afectivas. La dimensión cognitiva se refiere al conocimiento que tenemos acerca de los pensamientos de los demás, incluyendo la capacidad de comprender que las creencias de otros pueden diferir de las propias. La dimensión afectiva incluye la capacidad de comprender lo que el otro está sintiendo o cómo se sentiría frente a determinada situación.
Se ha sugerido que aquellas personas con rasgos antisociales presentan intacta la dimensión cognitiva de la teoría de la mente mientras que fallan en la afectiva. Pacientes con esquizofrenia presentan mayores dificultades en el componente afectivo de la teoría de la mente, mientras que sujetos con Síndrome de Asperger parecen tener mayores dificultades en la dimensión cognitiva. Diversos estudios han señalado el área frontal, la amígdala y las áreas temporales como claves en el procesamiento de la teoría de la mente.
Justamente esto mismo es lo que reflexiona el célebre investigador Auguste Dupin, cuando dice que muchos detectives que se creen inteligentes fracasan en sus intentos porque se atienen a su propia inteligencia y no tienen en cuenta la inteligencia del otro.
Gran parte de la obra de E. A. Poe puede releerse en clave neurocientífica y hallar así a otro de los precursores.
El experimento de "falsa creencia" como prueba de la adquisición de la Teoría de la Mente. Consecuencias sociales.
Fuente: www.facundomanes.com
Autor: Dr. Facundo Manes
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