El antropólogo Robin Dunbar estimó que ciento cincuenta es el límite de personas con los que un humano puede mantener una relación estable. La capacidad del cerebro pone ese límite, y parece ser que las tribus humanas suelen respetarla no creciendo más. La vida del ciento cincuenta y uno debía ser miserable. Claro que no todas las relaciones son igual de complejas, y el mismo Dunbar observa en bastantes especies una correlación curiosa que relaciona el tamaño del cerebro con el comportamiento social. Los animales monógamos tienen más cabeza. Dunbar lo asocia a que hay que pensarse mucho antes con quién y a las sutilezas de la convivencia prolongada, pero otra forma de verlo es que muchas y breves relaciones queman menos neuronas que las relaciones duraderas.
Durante algunos años se usaba Facebook como prueba del número de Dunbar, porque parecía respetarse el límite de ciento cincuenta «amigos». Pero algo ha ocurrido estos años que ha hecho más que duplicar el número hasta una media de trescientos treinta y ocho. De hecho, el número desciende con la edad, y los menores de veinticuatro años tienen más de seiscientos. Podría tratarse de una mutación colectiva de nuestra especie que duplique nuestra capacidad mental. Pero visto el panorama parece más acertado pensar que se han creado formas de «amigo» menos costosas a nivel atención neuronal que las tradicionales.
Eso no quiere decir que ese exceso sobre Dunbar no cause cierta irritación, y la palabra «unfriend» (eliminar a alguien de la lista de amigos en la red) acabó siendo elegida palabra del año en 2009. Incluso se celebra un día mundial de eliminar amigos, el 17 de noviembre. Aquellos que agitan más nuestras sinapsis por su exceso de posteo o postureo deberían ser los primeros candidatos. No se sabe si es mayor el placer de desvirtualizar a alguien a quien sigues en internet o el de virtualizar para siempre a alguien que ya conoces. Facebook empieza a pasar de ser un club de amigos a una neverita bien ordenada que criogeniza las relaciones que casi dejaron de ser amigos o que podrían llegar a serlo. Una mezcla de tamagochi y rolodex.
Mientras, las encuestas indican que en el mundo atómico menos del 50% de la gente suele señalar más de tres amigos verdaderos. Eso encaja más con la definición de la RAE, para la que amistad es «afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato». Lo de «compartido con otra persona» parecería redundante si no fuera porque otros estudios muestran que más de la mitad de los entrevistados identifican como amigos a gente que no les identifica así a ellos. También es prudente porque nos libera de la competencia de los perros, que nos suelen dejar en evidencia en estos temas del afecto.
Aquí se abre una interesante cuestión: ¿cuántos amigos necesitamos? El muy arisco Pío Baroja calculaba que «un amigo en la vida es mucho, dos son demasiado, tres son imposibles». Sin embargo, en la película El invisible Harvey, el mucho más sociable Elwood (James Stewart) defendía que nunca se podían tener demasiados. Lástima que su clara predilección por un amigo concreto le reste autoridad. Que ese amigo sea Harvey, un conejo gigante invisible que siempre le acompaña cuando va de bares, le resta aún más autoridad.
Para contestar cuántos amigos se necesitan se ha de contestar antes «para qué vale un amigo». No todos los amigos valen igual. Que se lo digan a Blesa. Son menos los amigos que invitarías a una boda que los señalados como tales en una red social, menos con los que participas en actividades en buena camaradería, aún menos con los que compartes tus sentimientos y menos, si hubiera, los que te hospedarían en caso de desahucio.
Para qué contar amigos si no puedes contar con los amigos. La sabiduría popular compara a los amigos con los taxis, por su tendencia a desaparecer cuando hacen falta. El inversor Warren Buffet llegó a ser el hombre más rico del mundo. Pero cuando a los ochenta y dos años fue preguntado como medía el éxito en la vida, contestó que, inspirado por una amiga que sobrevivió Auschwitz, lo medía por el número de amigos que le esconderían si lo necesitara.
El propio Eclesiastés, que es sabio pero bastante cenizo, se reserva unas líneas de consuelo hablando de los amigos en momentos de dificultad: «Mejores son dos que uno; porque (…) si cayeren, el uno levantará a su compañero; pero ¡ay del solo! que cuando cayere, no habrá segundo que lo levante». El mensaje estratégico es claro: haz tus amigos antes de necesitarlos, no funciona intentarlo después.
También desaparecen cuando mejoran su estatus. No hay que olvidar el estribillo que cantaban los asturianos Ilegales: «Quiero ser millonario, para olvidarme de los amigos». A propósito, la historia de la música prueba que formar un grupo derock parece ser una forma bastante eficaz de disolver las amistades.
Aparte de contratar un hipotético seguro en la desgracia, los amigos prestan cosas y servicios. Muchas de estas funciones (y en algunas relaciones todas) pueden ser fácilmente obtenidas en nuestro sistema de mercado de productos y servicios.
El valor a obtener de un amigo por otro es complejo y en especie. Esto sabemos que no amedrenta a Hacienda, por lo que en el resto del artículo me referiré a temas muy abstractos. No quisiera dar pie a hacer unos números y ayudar al señor ministro a fiscalizar a los amigos o a computar otra subida artificial del PIB. No quiero contribuir a que haya que pagar tasas por invitar a cenar a casa, ni a que se abran otros filones fiscales, como las economías de servicios intrafamiliar o de pareja.
Según internet pone esteroides en los mercados, la amistad basada en la reciprocidad de favores se ve amenazada. Es una especia de corolario de las teorías de Coase, que consiguió el Nobel de Economía por responder a una pregunta muy simple: «Si los mercados son tan buenos ¿por qué existen las empresas?». La respuesta tiene que ver con los costes de transacción, las inseguridades, fricciones y lentitudes en encontrar proveedores o de hacer contratos. Del mismo modo, lo que vemos en la industria discográfica desde Napster, la financiación con el crowdfunding, el transporte (Uber), u hostelería (Airbcn) no es más que internet reemplazando a la tradicional economía informal de los amigos. Esos que antes te llevaban en coche o te alojaban unos días, ahora se ofrecen al mejor postor. Hoy cabe revisar esa pregunta de Coase y decir «si los mercados son tan buenos ¿por qué deberían existir los amigos?».
Peor aún, incluso la camaradería o la función social de los amigos empieza a ser atacada por servicios comerciales sustitutivos en el mundo desarrollado. En el mundo desarrollado que dedica más de cuatro horas diarias a ver la televisión, las largas conversaciones entre amigos ya hace tiempo que son esporádicas, y cuando ocurren, muchas veces son atacadas por lossmartphones en la mesa. Una antigua tradición, la de que las parejas te las presentaban (o surgían de) las amistades, ya se ha perdido a mano de los portales especializados. El cómo te encuentras ya te lo dicen los wearables, no tus amigos al verte la cara. Hay incluso servicios de «alquiler de amigos», que se extienden por todo el mundo con origen en Japón. Y que alguien te llore en tu tumba, lleva ya siglos comercializado.
Así que me enfocaré a partir de aquí en los intangibles, porque parece el único futuro de la amistad no profesionalizada o plataformizada. Es decir, hasta ahora, la respuesta al título podría tener dos respuestas: una persona necesita tantos «amigos virtuales» como salga de despejar la variable entre el coste de gestionarlos y su ansiedad por el estatus. Y las tendencias llevan a no necesitar ningún amigo atómico a quien pueda permitírselo.
Me temo que esta reflexión está llegando a un punto desalentador. Se reducen las razones para cultivar amigos, según se ofrecen sus servicios ya cortados, empaquetados y etiquetados. ¿Tiene sentido hoy ese «afecto puro y desinteresado» que decía la RAE? ¿Acabará el capitalismo con los amigos? Nota: no confundir todo esto con el concepto de «capitalismo de amigos», que ese va muy bien.
Me ha parecido identificar tres factores que podrían hacer sostenible la amistad como fenómeno genuino:
La primera son los amigos en la aventura. En nuestra tradición clásica, el prototipo de amistad es el de los inseparables Cástor y Polux. Amigos que son medio hermanos, corren aventuras juntos, se dan energía y arriesgan lealmente por el otro. Es fácil imaginarlo porque el cine nos da muchos ejemplos en el género de acción. Está al alcance de, por ejemplo, de Lloyd y Harry en Dos tontos muy tontos. Pero también ocurre en otras aventuras científicas o intelectuales, como registraba el género perdido de la correspondencia epistolar. O en la buena política. Es el buscarse para enfrentar riesgos y retos juntos, con un propósito común.
La segunda es el amigo que te ayuda a mejorar. En la India existe el concepto del «kaliyana mitra», el amigo noble que te ayuda a superar tus sesgos, confrontar la realidad y ayudarte así a crecer. Los reyes y príncipes tienen pocas alternativas para sortear los riesgos de la adulación y la soberbia. Gracián contaba que «hay hombres sin remedio por ser inaccesibles; se despeñan porque nadie se atreve a detenerlos. El más inflexible debe tener una puerta abierta a la amistad y será también la de socorro. Un amigo debe tener lugar para, con confianza, poder avisarle y corregirle incluso». No es una función en monopolio de la amistad: mejor no hablar de los consejos de administración, pero el mercado aporta mentores y coaches, y hasta los enemigos bien entendidos son eficaces para esto. Pero es demasiado recurrente que la personas realmente grandes sepan identificar también sus grandes amigos, como para no reseñarlo.
Una tercera es el «amigo del alma». Hay un consuelo genuino en la cercanía que lo dan los amigos, pero no lo virtual o lo contratado. Platón contaba que en el inicio de los tiempos, cada persona era dos seres en uno. Zeus nos castigó desdoblándonos por la mitad con su rayo y ahora todos buscamos, lo sepamos o no, a esa única persona con la que compartimos alma. En la tradición china, el término chino «zhi yin» (conocer el tono) representa el fenómeno de los amigos unidos por un hilo mayor que las palabras, por la leyenda en que Ziqi entendía todos los pensamientos del amigo Boya solo con escuchar su arpa. De forma similar, de la amistad entre el místico persa Rumi y Shams Tabrizi han surgido miles de bellísimos versos.
Esto va más allá del adolescente «contarse secretitos», pero tiene que ver. Estos grandes amigos saben que lo son, y lo son de dos en dos, y se apoyan en el diálogo. Como Thoureau, que tenía tres sillas en su cabaña del bosque: una para la soledad, otra para la amistad, y una tercera para la sociedad. Para Montaigne «la amistad que posee y rige el alma» no puede ocurrir con varios. Afligido por la pérdida de su amigo Étienne de la Boétie escribió «la amistad común puede amar en un amigo el talento, en otro el carácter y en otro la generosidad», pero no esta, que era «total, y no existía en ella otro asunto o negocio que la amistad misma».
Se me ocurre que estas tres formas de amistad exigen mucho valor. Cada una pone el riesgo bien el confort, la propia forma de entenderse a uno mismo o la protección intuitiva frente al otro. Todas se basan en el diálogo, o al menos, crean un hilo propio que puede ser artístico o la simple mirada. Las tres hacen crecer pero requieren tiempo, y eso choca con la impaciencia de nuestros días. Todas resultan sospechosas al entorno, quizá porque la intimidad aún no ha sido indexada por el sistema. Compiten con otras instituciones y en su espacio son libres, creativas y radicales. Quizá, la única revolución posible empiece por la amistad.
Fuente: Hot Down
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