Otra vida. Hace cuatro años, Natalia sufrió un ataque cerebral poco común. Sus áreas intelectuales y afectivas quedaron intactas pero sólo puede mover sus ojos. Se lo conoce como síndrome de enclaustramiento. Pese a ello, no se deja estar: hoy, a los 29 años, ha logrado pequeñas gigantes mejoras y se anima a soñar algún proyecto.
26/10/13
Estuve como muerta la noche del domingo 7 de junio de 2009. Cuando desperté me vi desnuda, apenas cubierta con una sábana, en una sala de terapia intensiva. Me pregunté por qué estaba ahí, qué me pasaba, por qué de prontono podía ni hablar ni mover un solo músculo de mi cuerpo. Era invierno y faltaba poco para mi cumpleaños. Hoy, después del estallido atómico, como suelo llamar a lo que me sucedió aquel día, aprendí a hablar con los ojos y entiendo todo lo que pasa y me pasa. Los que no me conocen suponen que no percibo nada de lo que ocurre alrededor mío. Y como ven que estoy en silla de ruedas y no emito sonidos claramente definidos, suponen que vivo en una especie de mundo extraño, aislado, paralelo. Pero no es así. Y de eso voy a hablarles. Los lectores de estas líneas deben saber que estas palabras fueron dictadas letra por letra y palabra por palabra con mis ojos a gente de mi entorno más querido. Me gustaría que quienes lean esto se animen después a preguntar lo que quieran sobre mi vida actual. Si con mi historia puedo ayudar a alguien voy a sentir que mi misión se ha cumplido.
Todo empezó exactamente el 6 de junio de 2009, un día antes de lo que acabo de contar. Fue entre las diez y las once de la noche. Yo estaba en una pizzería acompañada por mi novio de entonces, y sus dos tíos. De repente, me descompuse gravemente. Resulta difícil explicar la sensación precisa que experimenté en ese momento. Lo cierto es que primero sentí una fuerte contracción en la cabeza.
Lo que siguió después es una larga e inexplicable sucesión de hechos insólitos para mí. La camarera del lugar llamó a una ambulancia, me llevaron a un hospital, me acostaron en una cama rodeada de aparatos, lloré sin descanso, me pusieron una sonda para alimentarme, me dormí por no sé cuánto tiempo. Estuve, como dije, muerta o casi hasta la noche del domingo 7. Después sentí voces que me preguntaban cosas. Pero yo no podía responder a ninguna de ellas.
Mi cuerpo estaba paralizado. Mudo en todo sentido.
Muy pronto mi familia estuvo junto a la cama dándome fuerza, aliento y el afecto de siempre. De pronto me perdí en el tiempo y el espacio. ¿Dónde estaba? ¿Qué día era? Estuve quince días en terapia intensiva y mi única tarea ahí era llorar. Un tío me pedía que reaccionara. De día yo sentía un fuerte olor a lavandina mezclada con desinfectante para pisos. Era un perfume agradable que todavía hoy reconozco. Me quedó grabado en el cerebro como tantas otras cosas. Una noche soñé que estaba en mi casa escuchando música. El último día de terapia intensiva coincidió con el de mi cumpleaños, 22 de junio, y recién después me pasaron a una sala común.
Ahí escuché a un médico preguntarle a la enfermera si yo estaba paralítica o algo así. Comprendí entonces, acaso mejor que nunca, lo que me había pasado cuando tuve la contracción en la pizzería.
En julio del mismo año me trasladaron desde Luján a una clínica de rehabilitación de Buenos Aires, ALPI. Eso queda en Palermo, calle Soler, casi Salguero. Cuando oscurecía yo escuchaba el estruendo de los aviones que subían o bajaban de Aeroparque. A las nueve me cambiaban, a las doce y a las tres el personal me rotaba, por escaras, y yo me dormía hasta las cinco.
Después venían de nuevo a cambiarme y así todos los días. Daniel, un kinesiólogo del lugar, me enseñó a decir que sí alzando los ojos hacia arriba y a decir no moviendo los ojos hacia abajo. Fue un avance en camino a recuperar mi contacto con los otros. Poco a poco mis ojos se convirtieron en una gran ventana del alma. Después de eso mi hermano Javier mejoró un ingenioso sistema de comunicación con letras agrupadas, franjas y colores que hizo las cosas mucho más fáciles para mí y para todos los que me rodean. Esta nota, por caso, no podría haber sido escrita sin esa enorme ayuda y mi aprendizaje posterior. Tampoco hubiera sido posible el libro que en abril de este año escribí y publiqué junto a Mateo Hraste, mi padrino, mi hermana Florencia y mis amigas Aldana y Cintia. Se titula Historia de vida contada desde el alma y es una de mis mayores alegrías del último tiempo.
Es cierto que no puedo hablar. Es cierto que no puedo moverme aunque sí trasladarme a cualquier punto si me llevan. Pero sí puedo recordar e imaginar sin límites, como le pasó al protagonista de La escafandra y la mariposa, una película triste y muy fuerte que vi hace tiempo, basada en un problema similar al mío que tuvo el periodista francés Jean Dominique Bauby. Hay algo que recuerdo especialmente. Justo un día antes del estallido atómico, porque también hubo un antes en esta historia, me junté con mis amigas Cintia y Aldana en unaclásica reunión de mujeres muy próximas y compinches. Aldana cocinó canelones con salsa y crema, las tres nos pusimos pañuelos en la cabeza para cocinar y no impregnarnos el cabello con olor a humo y comida.
Fue una noche inolvidable.
Hablamos hasta por los codos de nuestras cosas, de nuestros amores y trabajos, también de los deseos personales de cada una. Pasamos la noche haciendo chistes. En aquel momento les conté a las chicas un gran secreto que mis amigas prometieron no develar nunca. En el medio nos sacamos un montón de fotos, escuchamos música, bailamos, reímos como locas.
Yo tenía 24 años entonces. De ninguna manera podía imaginar que muy pronto estaría metida en un universo de sábanas, cables, médicos, remedios, camillas, enfermeras, sondas. Y cuando estaba ahí tampoco podía llegar a pensar que un día volvería a estar en el jardín de mi casa de Jáuregui, un pueblo muy cerca de Luján, oyendo el canto de los pájaros y volviendo a reír. Si algo aprendí en medio del dolor es que la risa cura las heridas más profundas. Pienso que en cualquier situación es fundamental mantener el buen humor. También para mí, como dice la conocida canción, cambia todo cambia . O, mejor, cambió todo cambió. Por dar solo un ejemplo, en ALPI comía por sonda y hoy, tres años después, ya como por boca.
El 22 de abril de 2010, finalmente, me dieron de alta en ALPI. Recuerdo que era un jueves. Yo estaba triste porque dejaría de ver a mi kinesiólogo, a la fonoaudióloga, a la psicóloga, a los camilleros, a tanta gente que me acompañó en días y meses muy difíciles. Nunca me gustaron las despedidas. Ni siquiera esas que significarían, como fue aquella vez, la vuelta a casa, a mi cuarto, a la convivencia con mi familia y mis amigas.
Los primeros días lloré mucho porque extrañaba al personal del centro de rehabilitación. Pero pronto me sentí rodeada por nuevos y queridísimos profesionales, entre ellos Juliana, una de las enfermeras, y la divina Julieta, mi actual kinesióloga.
En 2011, junto con mi hermano Javier, retomé estudios en la Escuela Normal de Luján. Lentamente pero sin pausa fui recuperando buena parte de mi vida anterior. En diciembre de 2011 logré mi objetivo de ir a ver al grupo Maná en el estadio de Vélez. Es desde siempre mi preferido. Esa fue una noche memorable para mí. Pude escuchar en vivo y por primera vez Rayando el sol, la que se convertiría, no sé por qué, en mi canción preferida.
Rayando el sol /desesperación/ Es más fácil llegar al sol que a tu corazón … La sentí muy profundamente y todavía recuerdo el hermoso momento que pasé durante el recital.
Hoy, aunque cueste creerlo, mi vida cotidiana es muy intensa y animada. Tengo planes de continuar mis estudios, quiero escribir un nuevo libro, esta vez sobre ciencias naturales que es mi especialidad; también leer, escuchar música, ver televisión y películas, vivir con la mayor entrega junto a mis seres queridos.
Sé perfectamente que yo podría haber tomado otra actitud, quiero decir,encerrarme en mí misma, enojarme con el mundo, aislarme en mi enfermedad y convertirme en una resentida. No fue esa mi elección. No lo fue para nada. Tengo entendido que las células nerviosas o neuronas no se regeneran. Pero aun si eso fuera cierto, debo decir que he tenido logros, como poder tragar y emitir algún sonido. Ahora estoy en mi casa de toda la vida, bien rodeada y cuidada por mucha gente que quiero. Basta recordar que hace cuatro años yo estaba en terapia intensiva y con pronóstico reservado. Hoy estoy en mi cuarto pensando y escribiendo esta nota para darme a conocer a otras personas. Recuerdo ahora una película (The Brooke Ellison Story, dirigida por Christopher Reeve) donde se cuenta la historia de una chica que luego de un accidente quedó cuadripléjica y que en los Estados Unidos fue la primera, con ese problema, en graduarse en la Universidad de Harvard. Cuando me enteré de eso le pedí a mi amiga Aldana que hiciera un cartel grande para colgar en mi cuarto con una frase que le dicté como siempre con ayuda de los ojos. Lo que dice resume de la mejor manera lo que hoy siento verdaderamente.
Hasta Harvard no paro.
Fuente: Diario Clarin